jueves, 4 de agosto de 2016



PATEANDO TABLEROS
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Héctor Zabala ©

CUENTOS:
• Trabajos no forzados
• Consejo fatal
• Danza monárquica
• Teoría y práctica
• Salomónico
• El gran match
• Asunto de semántica
• La jugada perfecta
• Escepticismo estadístico
• Jugando a los espías
• El justo medio
• Carrera contra reloj
• Cuando lo barato sale caro
Ajedrez chino
• To be or not to be
• A contracorriente
• El vero origen del ajedrez
• La revolución de los trebejos
Anexo: Pequeño diccionario ajedrecístico

Dirección Nacional del Derecho de Autor - República Argentina
Expediente: RE-2017-11216734-APN-DNDA #MJ
Ciudad de Buenos Aires, 8 de junio 2017



TRABAJOS NO FORZADOS

Estuvo modelando en miga de pan las treinta y dos piezas del juego de ajedrez. Tarde y noche, año tras año. Un buen día terminó. Satisfecho, contempló su obra. Los demás presos aplaudían. Era bella: las blancas superaban el marfil; las negras, el ébano. Solo entonces recordó que jamás había podido aprender las reglas de ese endiablado juego.



CONSEJO FATAL

Pieza tocada, pieza movida; y de ser pieza enemiga, pieza comida.
Con otras palabras pero igual espíritu, es lo que dicta el reglamento de ajedrez. Por cierto, si un jugador toca una pieza adversaria en un torneo oficial, debe capturarla, así implique la pérdida de su dama u otra pieza importante. Incluso si toca una pieza contraria y una propia, debe tomar aquella con esta, de ser factible. Pero más allá de estos detalles, lo popular, lo que ha quedado entre la gente, es lo de pieza tocada, pieza movida.
Fue una lástima que no se aplicara esta regla básica en Cajamarca durante la partida disputada entre Alonso Riquelme y Hernando de Soto en 1533. Porque quizá, y solo quizá, el inca Atahualpa habría salvado la vida, según la opinión de algunos de sus contemporáneos.
Los conquistadores españoles no eran particularmente cultos. De los líderes Diego de Almagro y Francisco Pizarro se conoce que no sabían escribir y hasta se sospecha, con fundamento, que tampoco leer. Hasta bien entrado el siglo XV, ser analfabeto y noble era todo un orgullo de casta. Al menos si hacemos caso al pergamino-diplomita que otorgaban los Reyes Católicos al nombrar sus Ayudas de Cámara. Estar alfabetizado era cosa de curas, frailes y ratones de biblioteca como los profesores de la pontificia Universidad de Salamanca, no de nobles. Guárdeme Dios. Ni hablar de oscuros soldados devenidos en conquistadores, como el caso de Francisco Pizarro, que de plebeyo pasaría a marqués… ¡marqués sin marquesado que lo justificara!, según reza una carta del propio Carlos V. 
Quizá por ese analfabetismo tan nobiliario, el inca Atahualpa, que tampoco sabía escribir, tuviera en menos a don Pizarro, si atendemos a ciertas anécdotas de época. Y en especial cuando vio que algunos capitanes españoles entendían esos garabatos nacidos allende los mares. Aclaremos que Atahualpa ignoraba la escritura no por inculto, sino porque tal cosa no existía en su imperio. Décadas antes, su abuelo Túpac Yupanqui la habría prohibido prolijamente pues “grandes males podrían sobrevenir de semejante actividad”. Según Fernando de Montesinos, la ley incaica intentaba evitar mensajes escritos que facilitaran nuevas rebeliones de los pueblos serranos.
Pero Atahualpa, como muchos nobles incaicos, sabría leer quipus, especie de sucedáneo hecho de hilos coloreados y nudos, cuyo pleno dominio implicaba años de estudio. La ciencia todavía sigue en veremos en cuanto a su decodificación completa aunque ha develado algunos secretitos. En mayo de 1532, Atahualpa se habría enterado de la cantidad de soldados del ejército pizarrista a través de quipus. Por lo exiguo del enemigo, no le dio importancia y así le fue. Qué sabía el pobre inca sobre pólvora, cañones y emboscadas arteras. 
Pero como a falta de pan, buenas son tortas, el ajedrez venía a simular una pátina de intelectualidad para rudos peninsulares que poco o nada podían mostrar en cuanto a cultura.
Cuentan las crónicas del Perú que los españoles de entonces eran muy aficionados al ajedrez, juego probablemente introducido siglos antes en la Península con la ocupación musulmana. A decir verdad, para fines de la centuria XV quien no jugara ajedrez era tenido como dama o gentilhombre de escasas luces. Hasta los frailes lo jugaban, algunos incluso en desmedro de su santo ministerio.
Se cuenta que Atahualpa aprendió a jugar al ajedrez durante sus pocos meses de cautiverio de igual forma a que lo hiciera siglos más tarde otro americano, José Raúl Capablanca. Es decir, ¡mirando cómo jugaban los demás! No había entonces una FIDE que dictara reglamentos mundiales ad hoc ni nada que se pareciese. Capablanca, gracias al ajedrez, consiguió fama y el campeonato mundial, el pobre inca apenas la muerte.
Por las crónicas, se sabe que varios capitanes de Pizarro se reunían todas las tardes para jugar sobre los sesenta y cuatro escaques en el edificio que servía al inca de casa y cárcel. Hoy lo llamaríamos prisión domiciliaria, ya que le dejaron traer a sus sirvientes, más todo su harén para ser atendido.
Al parecer, eran casi siempre de la partida para dichas partidas Hernando de Soto, Juan de Rada, Blas de Atienza, Francisco de Chaves, el tesorero Alonso Riquelme y unos cuantos capitanes más. Estas reuniones ajedrecísticas ocurrieron en Cajamarca desde el 15 de noviembre de 1532 hasta pocos días antes del fatídico 29 de agosto de 1533, fecha de la injustificable ejecución de Atahualpa. Aunque no falta quien asegure que la pena capital habría tenido lugar un poco antes, el 26 de julio.
Sobre tableros toscamente pintados y con piezas de barro cocido, que con seguridad no eran de estilo símil Staunton como las de ahora, sino más parecidas a variadas formas de tótem canadiense, se enfrentaban los ocho o diez militares delante del inca. Eran piezas del mismo barro e industria con que se hacían los ídolos y amuletos indígenas. Faltaban varios siglos para que se importaran las de marfil o se las torneara en madera.
El extremeño Hernando de Soto no solo abrigaba simpatía por el inca sino que lo defendía en toda oportunidad que se presentaba. Hernando era todo un caballero, un hidalgo de palabra. Su don de gente creó fuertes lazos de amistad con el prisionero, así como prevención en Pizarro, general en jefe de los invasores.
Una tarde, Atahualpa miraba calladito la complicada partida entre el tesorero Riquelme y el capitán De Soto, que podríamos definir como la del gordo y el flaco. Nadie había descubierto que el inca conocía de sobra las reglas del juego. ¿Cómo las va a conocer este indio si nadie se las ha enseñado, hombre? La gente tiende a juzgar la inteligencia de los demás por la propia y estos capitanes no serían excepción. Menuda sorpresa se habrán llevado cuando teniendo, como se dice, don Hernando la mano, y en su delgada mano un caballo (hay quien dice un alfil, pero habría sido un corcel nomás), Atahualpa empujándole un codo le dice:
—No, capitán, no… ¡mejor el castillo!
Se refería a la torre. Aun hoy en inglés al enroque se le dice castle (castillo) por ser donde se refugia el rey, tras su diálogo con la torre, por única vez en la partida.
Hernando de Soto soltó el caballo, meditó un instante, y apreció el consejo. Puso en movimiento la torre y dio al rollizo tesorero un tesoro de mate a las pocas jugadas. No hay copia de la mentada partida, una lástima. Dificulto que los conquistadores españoles —me refiero a los que sabían escribir— conocieran la notación ajedrecística. Esta ya existía por lo menos desde el siglo VIII, hay manuscritos árabes que lo atestiguan. Se usaba por entonces la notación descriptiva, que perduró hasta los años ’80 del siglo XX cuando fue desplazada por la algebraica.
Un viejo manuscrito colonial, que todavía subsistía cuando Ricardo Palma se mantenía joven, consigna el mate de Hernando de Soto a Alonso Riquelme. Pero al parecer nada decía sobre la fecha de la partida ni quién jugaba con blancas o si el mate fue con la misma torre, pero de que fue mate no tenía dudas el cronista.
Desde ese día, Hernando de Soto invitaba a Atahualpa a jugar cada tarde una partidita. Es probable que lo considerara el único digno de su nivel ajedrecístico. Es probable también que la partida De Soto–Riquelme o Riquelme–De Soto se jugara a principios de 1533, pues se sabe que pasarían algunos meses antes de enfrentarse de igual a igual el inca y su amigo.
Se dice también que, salvo Riquelme, los demás ajedrecistas, admirados de la inteligencia de Atahualpa, lo invitaban a disputar partidas. También, que con falsa modestia el prisionero se negaba siempre:
—Yo juego muy poquito y vuesa merced juega muy mucho —repetía como sonsonete a través del intérprete Felipillo, un indio tallán, y truhán, que terminaría ejecutado por Almagro en julio de 1536.
A Atahualpa solo le interesaba jugar con su amigo Hernando de Soto, quizás el único español que respetaba.
Es tradición popular que el rencoroso Riquelme no perdonaría nunca al inca la indicación de la jugada clave por la que sufriera la vergüenza del posterior mate.
Cuando Francisco Pizarro convocó y presidió el consejo de veinticuatro jueces que juzgaron al inca tras cargos inventados como los de traición, conspiración y fratricidio, el tesorero votó por su muerte. A estos cargos se le habían sumado los absurdos de polígamo e incesto con una hermana, una de sus esposas legítimas. Cosas que no eran delito en el Tahuantinsuyo sino tan necesarias al protocolo incásico como al de los antiguos faraones. También el de hereje, justo a un tipo que ni siquiera había abrazado el cristianismo ni tenido oportunidad de conocerlo.
Pero había que hacer una farsa de juicio y Pizarro lo culpó de todo lo que pudo encontrar a mano. Alguien más polígamo que el rey Salomón sería problemático de encontrar en la historia, pero no por eso la sacra Inquisición declaró sacrílega a la Biblia que cuenta en detalle su reinado y sus proezas amorosas.
El voto del andaluz Riquelme fue decisivo: el escrutinio dio 13 a 11 en pro de la pena capital. Dice un sobrino de Pizarro que su tío lloró cuando ejecutaron al inca; sugiere que debió matarlo por razones de estado. Hay quien dice que vistió de luto en su entierro, que mandó hacerle exequias con honores por tratarse de un monarca.
Lo cierto es que el cuerpo de Atahualpa desapareció a pocos días de enterrado. Que Pizarro había diferido su ejecución hasta recibir las toneladas de oro y plata desde todo rincón del Tahuantinsuyo por un rescate que nunca tuvo intención de cumplir. Que lejos de respetar su palabra empeñada, presidió esa suerte de farsa judicial aplicando leyes extrañas amén de amañadas. Que repartió el botín entre sus capitanes y él mismo. Y sobre todo, que antes del juicio había alejado de Cajamarca a su hermano Hernando Pizarro y a Hernando de Soto, gente molesta, amigos y defensores del prisionero, pretextando eventuales levantamientos indígenas para uno y ayuda militar a Sebastián de Benalcázar para el otro.
   


Quizás sea apenas un quizá. Un quizá que Atahualpa y Hernando de Soto sigan jugando su match en algún sitio, si es cierto aquello de que las almas liberadas de su carga terrestre van a parar a algún lado. En tal caso, el inca siga acaso respondiendo con su peón-alfil-rey a la cuarta fila la primera jugada del peón-rey blanco al centro del tablero. Y valide así en el más allá el gambito que lleva su nombre, y que, según algunos, habría inventado en su corto cautiverio. Pero es apenas un quizá, solo un quizá.



DANZA MONÁRQUICA

Nos habían dicho, no recuerdo quienes, que el Sportivo tenía un salón donde había buen ajedrez. Así que con nuestros cortos trece años fuimos para allá. Hablo de mi amigo Julito con el que hasta entonces jugábamos de vez en cuando en el Club Social y Deportivo Las Heras. El mismo que organizaba bailes de carnaval interminables y lucía sus campeones de paleta de primera aunque también su canchita de básquet de segunda, pero de ajedrez poco y nada. Apenas un par de juegos de piezas chicas con su tablero de cartón, bastante ajado por cierto, en poder del bufetero, el supremo custodio. Alternábamos paleta o básquet, y ajedrez algún fin de semana libre. A esto se sumaban trenzadas esporádicas en casa o en la de algún amigo con un juego de ajedrez todavía más chiquito y de madera más barata.
El ajedrez nunca fue muy popular. Mucha gente ni siquiera sabe las reglas, algunas mujeres hasta lo odian. Todo esto pese a ser el juego de ingenio más difundido del mundo, con historia como ninguno.
Estábamos decididos, de ser el caso, a cambiar de un club de barrio por otro. El Círculo de Ajedrez de Villa Ballester, el CAVB, nos quedaba grande a dos mocosos como Julito y yo. El CAVB era para jugadores profesionales, pensábamos. Nada sabíamos de categorías ni de bardos por el estilo. Nuestra bibliografía ajedrecística se limitaba a unos pocos recortes de diario pegados en hojas de carpeta. La Prensa y La Nación, ambas de Buenos Aires, por ejemplo, supieron ser durante años dos puntales en el tema.
Como chicos prolijos, habíamos comprado por pocos pesos un Ayudante Práctico. Lo publicaba Cosmopolita, editorial ya desaparecida (qué no desapareció en esta bendita Argentina). Consistía en una serie de libritos de bolsillo sobre una miscelánea de cosas. Enseñaban lo más básico de cualquier oficio más toda clase de reglamentos. Desde el de fútbol al de vóley, pasando por algún otro deporte que dificulto lo conociera su creador. El reglamento de ajedrez no podía faltar, y no faltaba.
En ese modesto manual nos enteramos de algo que los aficionados ajenos a los clubes de ajedrez casi nunca sabían: que el rey para enrocar no debe pasar por jaque. Hoy quizá todo el mundo lo sepa porque los programitas cibernéticos no te dejan enrocar cuando lo intentás en tales posiciones pero entonces no había computadoras que jugaran ajedrez. Recuerdo que el ingeniero Mijail Botvinnik, el campeón mundial, ruso como era de esperar entonces, decía que solo una computadora grande como dos habitaciones habría podido jugar ajedrez. Hoy podés jugar con un celular del tamaño de una libretita.
El Ayudante Práctico traía el reglamento de la FIDE, al menos parcialmente. Tenía lo básico: movimiento de las piezas, organización del tablero y no recuerdo si mucho más. Esa parte data más o menos del siglo XV cuando los maestros renacentistas metieron mano en el ajedrez medieval. Sí, en ese viejo ajedrez, casi chaturanga todavía, llevado a Europa por árabes, vikingos y alguna que otra tribu asiática sin mucho para hacer que andar merodeando por la derecha del mapa.
Pero todos sabemos que la gente nunca lee los reglamentos. Las personas en general suponen a leyes y normas hechas para sabios o leguleyos. Hay reglas del fútbol que ni siquiera conocen bien los tipos que van todas las semanas a la cancha. Ideal para que después los fanáticos se entretengan en discutir en tribunas y bares hasta aburrirse. Todo está bien, menos sentarse a leer doce o catorce reglas básicas. Después esos mismos tipos, que jamás leen, pretenden que los más jóvenes se ejerciten en la comprensión de textos.
Llegamos los dos al tan mentado Sportivo Ballester. Frente a la Plaza Roca, del lado oeste de la entonces villa, hoy devenida en ciudad, aunque nunca le sacarían el Villa del nombre. Nos dejaron entrar al salón. ¿Cómo no nos iban a dejar? No había portero pidiendo carné con el cupón al día. El Sportivo no era el Las Heras, club del que éramos socios con Julito y de donde alguna vez tuvimos que volvernos a casa a buscar el carné por olvidarlo meter en el bolso. Porque aunque el día anterior, sábado, ese mismo tipo de la puerta lo hubiera verificado, hoy domingo no te dejaría entrar sin verlo de nuevo aunque se acordara de tu cara y de tu cuota paga hasta fin de mes. Eran así. Hay tipos que si les das un gramo de poder, se tornan Stalin o Hitler con los de abajo mientras practican genuflexiones hacia los de arriba.
En el Sportivo no eran de esa raza ni por asomo. Buena señal. En realidad nadie controlaba nada. Entramos como Pancho por su casa, como bien reza el dicho. El salón estaba más vacío que el Polo Norte. Dos chicos de nuestra edad jugaban en un tablero similar al del bufé del Las Heras en medio del salón. Era obvio que todos los clubes no ajedrecísticos compraban esos jueguitos en alguna juguetería de barrio o vaya a saberse dónde.
Nos acercamos con mi amigo y nos pusimos a mirar la partida. Así, de parados, porque no éramos del lugar. Cómo nos íbamos a sentar, gracias que no nos echaban.
Pero nos resultó sospechoso que contra toda jerga ajedrecística conocida, los chicos hablaran de su partida pero en masculino. Para ellos era su partido. Eran tan neófitos en esto como parecen seguir siendo algunos cuellos duros de la Real Academia.
Se trataba de un final de reyes y peón. El peón era de torre y los reyes andaban boyando por el centro del tablero. Al llegar nosotros, la partida estaba ganada por el que conducía las piezas negras. Con solo lanzarlo hacia delante, el peón habría alcanzado con lo justo la octava fila para resultar en un final de dama y rey contra rey. Pero esos chicos nada sabían de la regla técnica del cuadrado. Ni en sueños la conocían. Con Julito por entonces tampoco, pero al menos sabíamos contar casillas y veíamos que el negro ganaba fácil porque el rey blanco no podría capturar al peón ni bloquear su camino.
Pero grande fue nuestra sorpresa cuando el rey atacante avanzó hacia su peón para protegerlo cuando no necesitaba protector alguno. Y más grande todavía cuando el rey blanco se defendió metiéndose al lado del otro rey. Sí, casilla pegada a casilla, rey negro y rey blanco como si fueran hermanos siameses. Ante nuestro ceño fruncido, los chicos no dijeron esta boca es mía. Siguieron con su reglamento particular, uno avanzando su rey a d4 por ejemplo y el otro poniendo el suyo en d5, metiéndose exactamente en jaque por propia cuenta. Estuvieron como cinco minutos jugando al fideo fino con ambos reyes, una especie de cuerpo a cuerpo monárquico, como si se tratara de un tango o un vals.
Mi amigo, por fin, no aguantó más y dijo que eso no era reglamentario. Que el movimiento de un rey debía hacerse como mínimo a una casilla intermedia de distancia del otro. Los chicos con un aplomo envidiable replicaron que era correcto como jugaban porque “el rey nunca se puede comer”. Nos miramos perplejos. Estos chicos sabían menos que nosotros. Ni siquiera conocían el reglamento de ajedrez.
Para entonces la partida ya era tablas desde haría cinco o seis jugadas por lo menos, pero nos aguardaba todavía una última sorpresa.
El rey blanco atacó por fin al peón negro pero por un punto absolutamente anormal. No eligió ninguna de las casillas reglamentarias para agredir al infante sino justamente aquella en que el peón torre jaquea al rey blanco. El rey negro se movió al lado de su peón. Pero como tenían esa regla inventada de que el rey no podía capturarse hiciera lo que hiciese, el rey blanco se tragó el peón desde la mismísima diagonal que lo jaqueaba. Tampoco le importó que el otro rey lo defendiera. Quedaron los dos reyes juntitos. Juntitos, juntitos, como decían en un conocido programa de la televisión de entonces, juntitos sobre la columna torre dama.
Orgullosos, y no exentos de cierta ceremonia, los dos chicos se dieron la mano porque habían hecho tablas. Si todos en ese club jugaban así, seguro que harían tablas siempre. Lo de que al rey no se lo captura luego del jaque mate es cierto, pero acá lo habían entendido y extendido in extremis. 
Las cosas que pasan por no leer, nos dijimos con Julito, mientras huíamos de ese club. En nuestro camino a casa filosofamos que si eran así para todo, pobre mundo. Creo que fue ese mismo día que empezamos a pensar seriamente en averiguar cuánto saldría la cuota mensual del CAVB.



TEORÍA Y PRÁCTICA

Sé que a mi amigo, el gallego Antonio Soliño, no le va a gustar ni medio que revele su hazaña de 1964 cuando apenas frisábamos los diecinueve. Pero tengo que publicarla porque me prometí relatar alguna vez su proeza.
Por entonces nos reuníamos a estudiar los sábados en su casa. Él vivía en Munro y yo en la vecina Ballester. Recuerdo todavía algún amoroso café con leche en un tazón de dimensiones descomunales de doña Cecilia, su madre.
—¡Vamos, Héctor, que estás delgado!
—Doña Cecilia, que yo siempre fui flaco.
Y se reía con esa risa celtíbera, maravillosa por cierto. Ella y don José, el papá de Antonio, me recibían como si fuera otro hijo. Debo ser justo, mis viejos también trataban a Antonio como si fuera mi hermano. Ah, esas amistades de jóvenes que excepcionalmente se dan después.
Con Antonio jugábamos en esa época un torneo abierto en una sociedad de fomento de la también vecina Florida. Después de batallar con los libros, nos poníamos a jugar una partidita de ajedrez o a mirar algo de teoría. Mirar es el verbo pertinente porque decir estudiar sería demasiado. A veces reproducíamos alguna partida clásica de grandes maestros.
No recuerdo si esa tarde estaba alguien más. Sí recuerdo haberle dicho a Antonio que había leído por ahí que tres peones pueden valer más que un caballo o un alfil en un final de reyes. Esto es así, pese a que los libros aseguren que un alfil equivale a 3½ peones y un caballo a 3¼ de tales infantes. Paradojas del ajedrez diría Savielly Tartakower, tan proclive a encontrar singularidades del juego predilecto de Caissa.
Lo que nunca imaginé es que el loco de Antonio lo pusiera en práctica al día siguiente. Apenas vio la oportunidad de sacrificar un alfil por tres peones, lo hizo sin hesitar. Después, con tranquilidad de yoghi, cambió todo el material de sobra —la hojarasca, como diría Capablanca— y siguió jugando muy campante.
Creo recordar que tenía cuatro peones contra alfil y peón contrarios. También imagino el ¡ohhh! de todo el salón, las miradas de repudio ante semejante herejía y las maduras cabezas balanceándose de un lado a otro, suponiendo una derrota segura de mi amigo. Y, ¿por qué no?, probablemente se escuchara la famosa frase: ¡qué se le va a hacer, cosas de jóvenes!
Pero la masa de peones de Antonio estaba unida, compacta. Sus falanges de infantería pasaban a ser cadenas y estas a ser falanges en un devenir lento pero que no pausaba su marcha. Antonio maniobró esa mañana dominguera como si hubiera nacido para jugar ese final. Amuralló al rey contrario contra la octava fila luego de una buena cantidad de jugadas.
Para entonces todo el mundo estaría perplejo. Lástima que no asistí a esa partida porque estoy seguro de que no me habría extrañado. Lo sabía capaz de cosas así; por algo lo conocía desde primer año del secundario. Lo que no pasó por mi cabeza es que se arriesgaría a plantear ese final sin antes jugarlo nunca. Más aún, sin siquiera haberlo analizado en privado.
Pero Soliño es Soliño, lógica pura. El adversario se debatía contra las cuerdas. Su cara sonriente pronto andaría bañada en sudor. La falange de mi amigo era más peligrosa que la de Alejandro Magno. Desesperado, el rival alcanzó a sacrificar su alfil por un peón que quería ser dama. Fue su acto heroico. Recuperado el alfil, y con dos peones de más, Antonio pegó la vuelta hacia el otro flanco. Con oportunas oposiciones de rey y alguna ganancia de tiempo se comió el último peón contrario y a los pocos minutos la partida acababa con su triunfo. Felicitaciones, abrazos. Varios, con seguridad, le estrecharían la mano. La mayoría no saldría de su asombro.
Parece que al terminar la partida, tres o cuatro viejos pusieron sobre un tablero ese final desde la posición que más o menos recordaban. Si me descuido, todavía estarán estudiándolo. Tiempo después, mi amigo ganaba el torneo. Para entonces era un jugador temible en ese ambiente.
Como dije, no presencié la partida. Me enteré al lunes siguiente por boca de él y otro compañero del cole. Si mal no recuerdo de un tal Zacchi, que también participó del certamen. Riendo, corroboró lo que había pasado. Como a la semana pude apreciar la partida íntegra. En especial, el impresionante final, que era lo que más me interesaba.
Recuerdo que después le dije: ¡mirá que sos loco, jugar eso sin la experiencia de haberlo practicado nunca antes! Con un dejo de picardía, Antonio me contestó: ¡ah, yo confiaba en lo que habías leído, cualquier cosa que saliese mal, decía que el culpable eras vos!
Después de esa, no podíamos ni sostenernos en pie por las carcajadas. La gente nos miraba sin entender ni jota. Quizá tampoco nos habría entendido con un tablero por delante.



SALOMÓNICO

Ocurrió en un campeonato interno del Comercial, palabra esta que usábamos para abreviar el largo nombre de Escuela Nacional de Comercio de Villa Ballester. Corría 1964 y era el segundo que organizábamos en el chalet del Círculo de ajedrez local. Recuerdo que un año antes, como buenos caraduras, nos habíamos presentado ahí con mi amigo Jorge Mozzino. Alguien nos derivó a la casa de su presidente. Allí don Ricardo Zaneti nos atendió de primera, estuvo en un todo de acuerdo y nos dio el visto bueno para disputarlo en las instalaciones del Círculo. Seríamos caraduras pero educados, modositos los dos, le caímos bien. Jorge todavía recuerda con cariño y asombro a un Zaneti que nos trataba de usted, a nosotros, dos mocosos de dieciséis años.
El primer campeonato fue un éxito, lo ganó Mozzino sobre un total de cuarenta estudiantes. Recuerdo que hubo necesidad de dividirlo en cinco zonas de ocho jugadores para llegar a una final de diez, previa clasificación de los dos mejores por zona.
El de 1964 fue de mayor concurrencia todavía porque —recuerdo— nos clasificábamos a una final de doce jugadores. Los ajedrecistas “fuertes” éramos los de quinto año, los que en pocos meses luciríamos el banderín de egresados. Era la última chance de llegar a ser campeón del cole. Pero había un chico de segundo año que se las traía… ¡y cómo!, Norberto Dipascuale. El Dipa, como le decíamos. El año anterior había dado más de un dolor de cabeza a los de nuestro curso y logrado un honroso puesto en la primera final, pese a sus pantalones cortos.
Era la última fecha de la eliminatoria de aquel segundo campeonato. El primer lugar de esa zona tenía nombre y apellido, pero faltaba definir el segundo chico que lo acompañaría a la final. Dio la casualidad de que El Dipa y otro, un tal González, habían llegado a esa instancia en igualdad de puntos, con cierto margen del primer jugador, ya inalcanzable, y un puntito por arriba del que los seguía. En resumen, quien perdiera esa última partida quedaba afuera.
González era un buen muchacho pero con excesivo amor propio. Como su última partida tocaba con un chico tres años menor —un nene, según él—, la consideró ganada antes de jugarla. Eso de que no hay enemigo pequeño no figuraba en su vocabulario. Bromeó un rato largo antes de sentarse. Silbaba optimista. El problema era que “el nene” fuera El Dipa, que para colmo conduciría las blancas.
Para entonces, El Dipa era un ajedrecista temible. Tanto que lo habíamos integrado al Equipo A del Comercial para el Primer Intercolegial del Partido de San Martín, intercolegial en el que salió campeón con nosotros, los de quinto. En años posteriores, El Dipa ganaría varias copas más con sus compañeros de camada, copas que deben seguir relucientes en la vitrina del querido colegio, si es que ningún salvador de la patria se las llevó a casa.
Los del Círculo de Ajedrez se habían organizado mejor para este torneo. No solo nos habían asignado lugar y horarios como en el anterior, sino que como novedad y deferencia designaron una suerte de árbitro o director de torneo: el maestro Julio Naim. Era este un muchacho unos cuatro años mayor que nosotros, los próximos egresados. Un tipo afable, de gran cultura, siempre sonriente, excelente ajedrecista y muy didáctico a la hora de analizar una partida en el tablero mural.
Se jugaba sin reloj. No era un torneo oficial del Círculo y además éramos todos adolescentes. A esa edad, la tendencia es jugar rápido, así que con buen criterio las autoridades de la entidad no quisieron complicarnos la vida con el torturador de doble esfera. Ese que provoca estrés y corroe nervios de acero.
Aclaremos algo, la tendencia de todo adolescente es jugar rápido, salvo El Dipa, que con un sentido profesional del que carecíamos muchos de sus colegas, pensaba cada jugada como si se tratara de una ecuación que viniera a salvar al mundo.
Andarían por la jugada treinta. Ninguno de los clasificados a la final habíamos desertado del salón. Todos congregados alrededor de ese postrer tablero Dipascuale-González. La posición mantenía casi todas las piezas iniciales. Mirase desde donde se la mirase, la lucha consistía en una fuerza blanca incontenible contra un grupo desarticulado de trebejos negros, muy contraído y por completo a la defensiva. La masa de peones claros parecía decir “ahora avanzo y destrozo”. Y El Dipa que pensaba y pensaba. González que sacaba el pañuelo, se secaba el sudor pese al fresquete primaveral, lo guardaba… solo para sacarlo de nuevo al ratito. Las huestes blancas del imberbe que amenazaban acá, allá y acullá. Nuestros susurros de mirones que eran de este tenor: “lo tiene muerto”, “yo en lugar de González abandono”, “¿para qué seguir esto?” y cosas así. Algunos jugadores de primera categoría del Círculo se detenían unos minutos a dar un vistazo para después alejarse sacudiendo la cabeza como quien sale de una morgue. Recuerdo haberle oído a uno decir categóricamente: “las negras están perdidas”. Tres muchachos ensayaban posibles continuaciones de la posición un par de mesas-tablero más allá. Ni El Dipa ni González podían inspirarse en esos análisis oficiosos porque la masa de nosotros, los mirones, servía de cortina. Los tres analistas concluyeron en voz baja que en todas las variantes ganaban las blancas. Solo un milagro podía salvar al jugador con negras.
La tensión era insoportable, pero hubo un factor extra, la hora avanzada. Serían como las diez de la noche y Julio Naim, en su calidad de árbitro, habló de suspender la partida. En aquel tiempo era normal suspender cuando se cumplía el plazo reglamentario. Se la seguía otro día, sellando un sobre con la jugada secreta. Esta jugada no podía cambiarla quien la anotaba y era secreta para el contrario (y para todo el mundo) hasta la reanudación. Pero aquí no había reloj de ajedrez, el tema del tiempo era laxo, razonablemente arbitrario, valga la paradoja. Una partida suspendida era algo que conocíamos de los torneos profesionales, cosas para tipos como Petrosián o Botwinnik, pero no para nosotros, simples adolescentes. No me jodas, es un campeonato interno del cole. Pero Naim era todo un señor árbitro y mantenía la sugerencia porque la hora acuciaba.
Cuando González escuchó la propuesta de suspender, protestó airadamente. Pretextó que había sido Dipascuale el que había demorado la partida. Que no había reglamentación aplicable. Que se seguía la partida o se la daba por ganada a él, González, por no haber meditado tanto como su rival. Un argumento infantil, sin fundamento reglamentario, el punto de vista del que se sabe perdido en el tablero. Si la partida se suspendía, González presentía que El Dipa se iría a casa y descubriría tranquilamente las variantes más rápidas para ultimarlo al reanudar. Su remota chance era seguir esa noche y rogar que el otro se equivocara en la definición. Esto sin contar que quizá sospechara que por ahí alguno ayudaría al chico con los análisis caseros, cosa que el reglamento no prohibía. Aunque lo cierto era que El Dipa no necesitaría ni aceptaría ayuda para descubrir un buen remate de propia cabecita.
Fue así que González se negó a levantarse de la silla. El Dipa se avenía a la propuesta de Naim de suspender. Discutieron.
Todo parecía en un punto muerto. Uno que pugnaba por seguir y otro por suspender cuando a Julio Naim se le ocurrió la idea. Por algo lo habían designado árbitro, por algo era un tipo conciliador. Sacó de entre sus papeles el fixture completo de nuestro campeonato. Había recordado un detalle. Sí, aquí estaba. Había una solución, salomónica pero solución al fin. En una de las seis zonas había un solo jugador clasificado, no había segundo ahí porque los restantes habían abandonado el torneo. Naim con su sonrisa bonachona y una madurez excesiva para su edad sentenció:
—Ya está. Esta es la solución: en la zona de ustedes, en lugar de dos, se clasifican tres. De lo contrario los finalistas serían once en lugar de los doce programados.
González sacó el pañuelo por última vez y con un suspiro profundo se secó la frente. Habrá pensado “me salvé”. Aceptó la propuesta al toque, como se dice en el barrio. Todos quedamos un tanto decepcionados. Nos perdíamos de ver la definición de esa partida pero qué se le iba a hacer. Se escuchó la voz de Dipascuale preguntando: ¿pero y esta partida cómo queda entonces? 
—Tablas —le contestó Naim, casi con indiferencia—. Quedan ustedes dos en segundo lugar y clasifican a la final con el primero. Todo arreglado.
Para nuestra sorpresa, El Dipa, siempre buenazo, se puso iracundo. Que no era justo. Que tenía una posición ganadora y le hacían empatar de prepo la última partida y mil cosas más. En resumen, que era una cuestión de principios.
Naim ya había llenado el casillero vacío de la planilla-fixture con un ½ - ½ y se despidió con una palmada afectuosa a los dos. González sonriendo con el pañuelo quieto en el bolsillo y El Dipa protestando. El resto de los asistentes entre mustio y enojado.
Pero la sonrisa le duró poco al pobre González. En su partida por la final del campeonato, El Dipa le pegó una paliza de antología. En esa “el nene” jugó rápido y a lo maestro pese a que hacía poco que lucía sus pantalones largos.



EL GRAN MATCH *

Éramos todos adolescentes, en su mayoría nuevitos en el Círculo de Ajedrez de Villa Ballester. De hecho, los socios que menos sabíamos del juego-ciencia, o —por decirlo de otro modo— los que menos ciencia aplicábamos al juego. Eso sí, quizá también los más entusiastas. Gloriosa edad en que partidas de dudosos sacrificios a lo Anderssen o Tahl son indudablemente superiores a las tecnicistas y retraídas de la clásica escuela de Steinitz.
Para bien o para mal formábamos el equipo juvenil del viejo Círculo. Jóvenes a quienes el querido Jacobo Bolbochán dispensaría siempre mayor paciencia y consejos que nosotros a él, oídos y atención. Chicos inquietos que de pronto quedábamos quietos, extasiados, ante una explicación del maestro de cómo ganar un complicadísimo final de torres con peón de ventaja y que, por supuesto, olvidaríamos aplicar después.
Debió ser sábado. Lo infiero porque casi todos trabajábamos y estudiábamos en la semana. Pues aquella década de los ’60 era terrible para la sociedad argentina. Época en la que cualquier joven, a la inversa que ahora, conseguía empleo sin tantos planes oficiales de supuesta capacitación. Un tiempo en que quedaba tiempo para estudiar una carrera si se tenía perseverancia.
Y ahí estábamos esa tan ansiada tarde nuestro grupo de doce a quince muchachitos, más voluntariosos que sabios, en el bufé de aquella sociedad de fomento, ya desaparecida. No todos con los dieciocho cumplidos.
Nuestros rivales eran hombres maduros, todos habitués del lugar, pues un socio de nuestro Círculo, quizá vecino a la sede adversaria, había hecho el contacto entre ambos clubes. Los directivos locales habían recalcado que no eran un club de ajedrez y que carecían por lo tanto de suficientes jóvenes “expertos” para un equipo similar. Se acordó entonces que los juveniles del Circulo jugáramos contra el seleccionado mayor (y único) de los fomentistas.
Un duelo desparejo, o mejor dicho de antecedentes contrapuestos. Los jóvenes pasábamos por ser los que conocíamos algo de teoría; nuestros rivales los que traían la experiencia que dan los años de tablero entre cigarrillos y tazas de café.
Habíamos llegado con sobrada puntualidad pero nos faltaba el capitán, delegado o como quiera llamársele. En aquella época ningún equipo juvenil —aunque no se nos pasara por la cabeza tomar birra ni hacer líos— se presentaría de visitante sin el señero adulto del Círculo. Esa función la cumplía el mismo Bolbochán, por ejemplo contra la sección ajedrez del Club Atlético Vélez Sársfield, pero las más de las veces, algún miembro directivo. Pero sea que alguien pensó que iría el otro o que alguien olvidó de avisarle a alguien, lo cierto fue que esa vez estábamos todos allí parados. Jóvenes frente a no tan jóvenes, mirándonos las caras, sin empezar "el gran match".
Para nosotros era muy importante este encuentro porque —con suerte variada— ya habíamos disputado varios, pero siempre contra muchachitos como nosotros. Nunca contra un equipo de hombres grandes. Era una novedad. Y el del Círculo que no aparecía.
A todo esto, cada fomentista sostenía con resignación bajo su axila derecha un tablero y caja de su propiedad pues, como ya se dijo, no eran un club de ajedrez. Así que cada cual debió traer piezas y tableros de su casa.
Pasado un tiempo prudencial, decidimos que el mayor de nosotros oficiara de capitán provisorio hasta que apareciera el delegado oficial. Nos presentamos de la manera más ceremoniosa posible y nos pusimos a charlar para hacer tiempo. Parece que éramos bastante educaditos porque les caímos bien a nuestros rivales que al rato ya nos tuteaban y nos llamaban por nuestros nombres de pila. Lo cual no iba a obstar para enchufarnos un mate en dos si tenían oportunidad de hacerlo y lo mismo por nuestra parte.
Por fin, viendo que el responsable del Círculo no llegaba, se decidió de común acuerdo designar el orden de los tableros. Ahí algunos fomentistas caen en la cuenta de que les faltaban dos juegos de piezas. Pero con solvencia, su capitán explicó que a dos de los suyos no les había pedido traer nada porque en el bufé se disponía de tal número.
Mientras el resto nos organizábamos para disponer mesas, tableros, sillas y trebejos, los dos capitanes se acercaron al bufetero, a la sazón un gallego que hasta ese instante nos observaba sin abrir la boca. Ante el formal pedido de los dos tableros con sus piezas, la sorpresa fue tremebunda cuando el hasta entonces circunspecto gallego se negó a entregarlos. Es más, no conforme con eso, extendió su condena a todos los juegos traídos por los fomentistas porque “ningún menor de veintidós años puede jugar en este bufé”.
Revuelo general. Viejos y jóvenes nos agolpamos contra el mostrador. Con variados argumentos intentábamos disuadirlo, pero nada. El índice izquierdo e impertérrito del gallego señalaba un amarillento edicto policial colgado a manera de cuadrito en una pared pegada a la barra-mostrador.
La discusión fue caótica, todos —capitanes y no capitanes— encaramos al buen gallego. Pero uno de los nuestros, un poco por su curiosidad juvenil aunque mucho más por su mejor vista, se tomó el trabajo de descifrar las pálidas, manchadas, letras del edicto. Loco de contento, trajo la buena nueva de que el papel prohibía únicamente “...a los menores cualquier juego de azar o por dinero...”
Aquí la cosa cambió. El capitán contrario se puso las lentes. Comprobó con sus propios ojos que lo dicho por nuestro compañero era cierto. Ya le parecía que a los directivos de la sociedad de fomento no podía pasárseles por alto algo así.
—Vamos, Manolo, dejate de joder, el edicto es claro: está prohibido que jueguen menores pero solamente juegos por dinero ni de... Dale, que no es el caso.
Como el bufetero se mantenía en sus trece, empezó la cargada. En especial de sus amigos más íntimos que hacían alusión deliberada a que el ajedrez no era un juego de azar y que el pobre Manolo confundía los tantos. La cosa duró diez o quince minutos, hasta que el honrado gallego estalló:
—¡Por favor! ¡Basta de explicarme que el ajedrez no es un juego de azar! Que no seré un Capablanca, hombre, pero sé lo bastante... Vamos, que también me gustaría jugar en mi equipo. Pero vayan, señores míos, a explicárselo al milico de la bonaerense cuando caiga por aquí. Cuando me cierre por dos semanas el bufé, y a todos estos rapaces se los lleve en cana... ¡que el ajedrez no es un juego de azar!
No hubo forma de convencerlo: tenía familia, no quería arriesgarse. La opinión se dividió. El bufé era el espacio apropiado para disputar el match en aquel sitio, así que los pibes —con pena de todos— nos tuvimos que ir.
Sin embargo, a las dos semanas ambos equipos nos enfrentábamos en las mesas-tablero del Círculo. En las filas fomentistas figuraba el gallego. Que no sería un Capablanca, como él mismo decía, pero que le sobró tela y acuarela para pintarlo al pobre juvenil que le plantamos adelante.

* Una primera versión de este cuento fue publicada en revista Ajedrez Postal Americano Nº 161, enero/febrero 2000, página 22.



ASUNTO DE SEMÁNTICA
A la memoria de Rolo Díaz,
un amigo entrañable.

Corría el año mil novecientos sesenta y pico; el lugar, la sede del Círculo de Ajedrez de Villa Ballester.
Como en tantas instituciones, la comisión directiva del CAVB se reunía a puertas abiertas. Pero para nosotros no eran los directivos, eran los viejos. Nuestros cortos veinte años nos daban derecho a llamarlos así o al menos así lo creíamos. Se reunían en la planta alta del señorial chalet, ya ni recuerdo cada cuanto. Lo que sí recuerdo es que esa noche estábamos presenciando la suprema reunión varios juveniles y ex juveniles, discípulos de Jacobo Bolbochán, nuestro consejero y maestro. Como todo socio no dirigente, teníamos voz pero no voto, aunque por timidez ninguno de los nuestros proponía nunca nada.
El Círculo tenía fuertes gastos y el de la electricidad (la luz, como se decía en el barrio) no debió de ser de los menores. En días hábiles el CAVB abría a eso de las cinco de la tarde y cerraba de madrugada. En aquel tiempo la situación social era otra cosa. No estaríamos en Canadá pero tampoco éramos África. Había pleno empleo en el país y el sueldo solía tener la sana costumbre de acompañarnos hasta fin de mes. Contra lo que algunos polítólogos aseguran (sin base científica, por cierto) que la mayor desocupación no va de la mano con una mayor delincuencia, cabe decir que por entonces esta última era mínima, y no solamente en Villa Ballester y aledaños. Podías hacerte quince cuadras de infantería por calles solitarias hasta casa a las tres de la madrugada de un sábado que nadie te asaltaba ni secuestraba. Era otra vida, otro país, otro mundo. Felices de nosotros, los jóvenes de entonces, aunque no tanto las arcas del CAVB, cuya factura de SEGBA debió ser particularmente gorda por esa nocturnidad propia del ajedrez.
El Círculo, amén de la magra cuota social, se alimentaba de donaciones, algunas de sospechoso registro contable porque —se decía— se jugaba a las cartas por plata en algún salón. No me consta, solo se decía. Cierto que los mazos de naipes los vendía el bufetero por cuenta del Círculo pero nunca vimos dinero sobre ninguna mesa, apenas porotos, esos de los grandes, bastante descascarados además. Los timberos, como los llamábamos los ajedrecistas, hacían rancho aparte. Dudo de algunos que supieran mover un alfil. Años después, la timba lograría su total autonomía al ampliarse un ala del edificio para los juegos de cartas, a costa del jardín que lo circundaba por su costado izquierdo. A tal punto nos aborrecíamos ajedrecistas y timberos.
Los viejos habían elegido para reunirse en comisión un día de semana. Un día en el que no había Scalextric. Sí, porque en un intento por sanear las finanzas (jamás ningún club de ajedrez fue rico, sea acá o en Estocolmo), los viejos habían tenido la primorosa idea de comprar uno. Para quienes no recuerden el Scalextric, diré que se trata de una pista de coches de carrera en miniatura cuyas ranuras de metal hacen las veces de rieles y tomacorrientes.
Los viejos intentaban con esto atraer a los chicos del barrio como socios, objetivo que lograron de sobra. Tanto que se destinaron los altos del chalet a una gigantesca mesa sobre la que descansaba el ocho de plástico gris, la pista del jueguito infausto. Calificativo correcto porque hacía un ruido insoportable, equivalente a un torno o una sierra de carpintero. Ideal para un carácter tolerante como el de un Bobby Fischer, por ejemplo, tan afecto a los ruidos cuando disputaba un torneo magistral.
La cosa era tan grave que aun los confinados ajedrecistas de planta baja sufríamos los sonidos de los motorcitos eléctricos. En especial los sábados y domingos cuando el CVBA estaba abierto desde la mañana hasta muy tarde.
Sonidos intermitentes, agudos, para más datos. La pista, para colmo, no admitía más que un par de autitos por carrera. Esto obligaba a interminables vueltas eliminatorias, si se trataba de una docena o más de niñitos que jugaran a ser Fangio. Garantizaba horas y horas de chillidos preadolescentes cuando ganaban… y también cuando perdían. Los hermanitos y primitos, que nunca faltaban como acompañantes, alentando o discutiendo completaban el cuadro. Alguna vez, alguien bromeó en charla informal si no sería más recoleto pintarles una pista en el patio trasero y regalarles unos autitos de plástico con alguna masilla o plastilina.
En el salón central de la planta baja estaba el billar. Su mesa de paño levantó durante añares protestas de nosotros, los ajedrecistas. Aunque luego de la llegada del Scalextric, descubrimos que tacos y bolas constituyen un juego mudo, sea que se use tiza o no.
Así las cosas, el presidente del CVBA abrió la sesión esa noche tras un corto y amable saludo. Daniel Mandado, secretario perpetuo por así decirlo, leyó el orden del día. La comisión en pleno procedió a tratar el temario punto por punto con la dignidad de los que saben o suponen saber. Estaba conformada por hombres entre cuarenta y cincuenta años, ceremoniosos, circunspectos. Trataban de usted a todo el mundo, incluso se trataban así entre ellos mismos, jamás se interrumpían. Ninguno osaría asistir a una reunión sin traje y corbata. Una asamblea de la ONU o una corte de justicia difícilmente habrían sido más formales que nuestros viejos dirigentes del Círculo.
No habían finiquitado los temas cuando uno de los nuestros —hablo de los jóvenes— levantó la mano. Se trataba de Rolando Osvaldo Díaz, vecino de una localidad vecina sin club de ajedrez. Enfrascados en los problemas que se debatían, nadie intentaría interrumpir al orador de turno. El pobre Rolo mantenía la mano en alto pero era ignorado por los viejos. De tanto en tanto la retiraba y volvía a alzarla. Hasta que por fin, cansado del inútil sube y baja, resignó columpiarla a un costado de la silla.
Ya estaba por levantarse la sesión cuando Mandado, puntilloso y atento como siempre, señaló al resto de los directivos que Díaz tenía algo para decir. Respetuosos de reglamentos y estatutos, los viejos giraron sus cabezas hacia Rolo. La mayoría con sonrisas de oreja a oreja porque en la intervención del muchacho vislumbraban la vocación de las futuras generaciones de dirigentes.
Ojalá hubieran levantado la sesión sin más ni más.
Nuestro eterno presidente, cruzado de brazos, autorizó con repetidos movimientos de cabeza al secretario para que le otorgara la palabra.
—Perdonen, pero es que tengo que hacer una propuesta importante —dijo Rolando.
—Cómo no —acordó amable el presi—. No tiene usted idea, joven, de lo halagados que estamos todos de escuchar la propuesta de un representante juvenil. Eso significa que hemos sembrado en terreno fértil todos estos años.
—Gracias, señor presidente. Aunque no sé si presentarla ahora o más tarde por secretaría. Digo, por esto de la formalidad del orden del día y todos esos detalles reglamentarios…
—Estatutarios, joven, estatutarios —corrigió magnánimo Mandado, siempre exacto en cuanto a terminología normativa.
—Dejemos por un segundo las formalidades —convino el presi—. Preséntenos usted la propuesta, joven, y nosotros le daremos el curso formal pertinente si el tema lo amerita. Adelante, no se cohíba, por favor. Estoy personalmente orgulloso de jóvenes como usted, inquietos por mejorar nuestra institución porque eso nos garantiza un ingente auxilio a los veteranos en cuanto a corregir rumbos. En especial cuando se nos pasa alguna cosa por alto, como siempre puede suceder.
—Gracias, señor presidente. Entonces, si me permite, propongo el cambio de nombre de nuestro querido Círculo.
Perplejidad en todos los semblantes. Un creciente murmullo comenzó a levantarse entre los miembros de la comisión y los socios presentes. Sentencioso, uno de los vocales, cuyo apellido no recuerdo, dijo que el nombre de Círculo de Ajedrez de Villa Ballester era el único adecuado. Que tal asunto histórico databa de 1931, año de su fundación oficial. Algún memorioso terció que la entidad ya existía de alguna manera oficiosa desde 1925.
Se armó una disputa. Casi todos los miembros se oponían a cambio alguno en tal sentido y proponían de plano levantar la reunión sin más trámite. Presidente y secretario, como máximas autoridades, expresaron que aunque se rechazara después por mayoría, el joven socio tenía el sagrado derecho a presentar su propuesta.
—¿Qué ejemplo de personas de bien daríamos a los socios si nos negáramos a escuchar una simple propuesta formal? —concluyó gentil pero firme el español Mandado.
Ojalá esta buena gente no hubiera sido tan legalista y democrática.
Fue así que quien presidía la reunión de comisión directiva, contra su naturaleza bonachona y cordial, miró con cierta dureza a sus intransigentes colegas, dio por terminada toda discusión, y sin más se dirigió a Rolando:
—Por favor, joven Díaz, diga usted qué nombre nuevo propone para nuestro Círculo.
—Propongo, estimados miembros directivos, que nuestra institución se llame de ahora en más: “Círculo de Scalextric, Timba, Billar y Afines. Anexo: Ajedrez…”
No llegó a agregar “de Villa Ballester”, no lo dejaron seguir.
Lo que no recuerdo es la sanción que le impusieron pero que le aplicaron una no tengo dudas. Díaz fue desde entonces nuestro héroe. Nada se consigue sin un mártir.
Porque en el fondo, Rolo Díaz tenía razón. Era, si se quiere, apenas un error de forma de parte de él, como diría algún vocero oficial por estos días. Un problema de comunicación, agravado quizá por una inoportuna brecha generacional, tal como está de moda explicarlo.

Pero debo ser justo. El mensaje juvenil y ajedrecístico de alguna manera llegó a los viejos: al poco tiempo, el ruidoso Scalextric pasó a mejor vida.



LA JUGADA PERFECTA

Sábado. El primer piso del Círculo de Ajedrez de Villa Ballester con un evento importante. Uno de los jugadores del torneo abierto era nada menos que Carlos B. El hombre era maestro internacional desde hacía un lustro por lo menos. Había ganado el título como primer premio del Mundial Juvenil. Ese mundial que Bobby Fischer nunca pudo jugar porque a sus quince años era ya gran maestro.
Medio Círculo curioseando las partidas. Entre ellos, Julio Naim, otro amigo y yo. El público argentino no es como los yugoslavos de entonces que, según Fischer, se ponían a comentar las posibilidades en voz alta y discutían en voz más alta todavía para demostrarse cada cual que sabía más que el vecino. Ideal para concentrarse. No, nada de eso. Acá somos un público respetuoso. 
No había cinta de separación ni nada parecido, como ocurría y ocurre en otras partes del mundo. Así que cada cual iba fisgoneando de tablero en tablero como en puntas de pie. Nos parábamos a metro de distancia, espiando cada posición. Por ahí estaba el maestro FIDE tal contra el jugador cual. Uno mirando el techo, esperando que el otro juegue. El otro agarrándose la cabeza con ambas manos porque los pensamientos, les aseguro, en esos instantes pesan y mucho.
Con mis amigos andábamos caracoleando entre las mesas-tablero. Los tres jóvenes, aunque Naim ya maestro FIDE. Daba clases en el tablero mural del Círculo y simultáneas cuando no estaba en su negocio de camping o estudiando música o leyendo a Shakespeare o a Nitzschke. A veces usaba su tiempo en ganar algún campeonato del Círculo.
Nos reíamos pero hacia adentro. No hay peor cosa que tratar de hablar en susurros cuando uno está tentado y sabe que los amigos también lo están al ver un tipo casi dormido esperando que el rival conteste. El jugador de ajedrez puede adoptar durante la partida las posiciones corporales y los rictus faciales más estrafalarios. Es extraño que los yoghis no concurran masivamente a mirar torneos de ajedrez, estoy seguro que los inspiraría para crear nuevas posturas en su especialidad.
De pronto los tres dejamos de caracolear entre las mesas. Nos quedamos un rato largo frente al tablero de Carlos B porque le tocaba jugar a él. El contrario se revolvía en la silla con cierto nerviosismo. En susurros coincidimos que Carlos B tenía una excelente posición. Y sobre todo una jugada a mano: un salto de caballo a la quinta fila, justo al centro. Fatal. Hay un dicho jocoso, quizá de Tartakower aunque no estoy seguro: cuando un maestro centraliza un caballo en quinta posición, el adversario puede ir pensando en abandonar la partida.
La jugada no solo era tentadora, era impresionante desde nuestro humilde punto de vista. Mirá, mirá, que buena. Fijate, fijate sobre todo si la combinás después con el alfil a c4; mirá cómo aumenta la presión. Sí, sí, y de paso te deja libre al peón para abrir la columna alfil rey. Mirá qué débil queda el peoncito negro de allá atrás. Es terrible. Todo en susurros, cada vez más susurrados.
No había duda, caballo a quinta fila combinado con alfil a cuarta era mortal para el jugador de las negras, según nuestros cálculos. Cada vez que la repasábamos nos parecía más y más fuerte. Ya solo mirábamos el tablero del maestro Carlos B. Nos olvidamos por completo del resto de la sala. El caracoleo entre las mesas era historia antigua. Con Naim nos apartábamos a un costado a cada rato, incluso salíamos al balcón para no molestar con nuestros susurros. Caballo en quinta y alfil en cuarta: decisivo, contundente sin vueltas.
De pronto escuchamos el clic del reloj de doble esfera y vimos a Carlos B ligeramente inclinado, anotando su jugada en la planilla. A grandes zancadas irrumpimos con delicadeza de gatos en la sala de juego. El caballo de Carlos B estaba ufano en su quinta posición.
Ah, nada más satisfactorio que descubrir una jugada magistral de antemano. Y más para tres jóvenes como éramos entonces.
Salimos al balcón con Naim para felicitarnos. También para reírnos un poco. La risa hace bien. ¿Viste? ¡Qué bueno, che, acertamos! Ssssí, qué bárbaro, este Carlos B es un relojito. Che, casi, casi jugamos a lo maestro, ja, ja, ja. Bueno, vos sos maestro, Julio. Sí, pero este es internacional, aunque, bien, bien, acertamos, tan malos no somos. Pero ojo, casi seguro que Carlos B tenía pensada caballo a quinta fila desde hacía rato. Estos tipos ven varias jugadas adelante. Las ven dos o tres lustros antes que nosotros más o menos, ja, ja… Mirá, Capablanca, dicen, veía unas diez jugadas anticipadas. Sí, un capo, un monstruo. Tampoco vamos a compararnos con Capa, che... Apenas si acertamos esta y el plancito. Ja, ja, ja. Además de costado se ve mucho mejor el tablero. ¿Cómo es eso, Julio? Claro, es algo conocido, porque si estás de costado no estás jugando y eso presupone que no te comen los nervios. Y sin nervios, analizás mejor.
Nos distrajimos un poco. Fuimos a pispear por otras mesas. Caras aburridas. Alguna hosca que nos mira como preguntando a qué corno vienen a joder por acá. Ya sé que no hacen ruido pero miran y miran, y eso pone nervioso a cualquiera.
De pronto, espiamos hacia el tablero de Carlos B. De lejos se veía un brillo en el cuello del adversario, era sudor. El tipo, de espalda a nosotros, hizo el característico movimiento de cortar su reloj poniendo en marcha el de las blancas.
Varias zancadas en silencio hacia el tablero que acaparaba nuestra atención. Al menos desde ahora ya no nos moveríamos más hasta ver como un maestro de la talla de Carlos B remataba a un fuerte jugador de primera del Círculo.
Ah, decepción. Una jugada intrascendente. Habíamos pensado que el de las negras, haría algo para evitar que Carlos B jugara su alfil a cuarta pero no. Hizo una jugadita de costado, en el otro flanco, una que en nada impediría el temible plan del blanco, “nuestro” plan.
Nos quedamos varios minutos, que con tanta ansiedad era como medio siglo más o menos. Expectantes, esperábamos la mano de Carlos B llevando su alfil a cuarta desarrollando el plan.
Ya habría pasado un siglo y medio cuando Carlos B juega un peón central. Con Julio nos miramos extrañados. ¿Y eso?
La jugada no solo era contraria al plan que suponíamos seguía Carlos B, sino que de momento impediría el avance del alfil a cuarta posición. ¿Cómo le cerraba la diagonal a su propio alfil?
Al ratito, Carlos B se puso de pie, dejando al adversario meditando la respuesta. Para quienes nunca vieron torneos oficiales de ajedrez, aclaro que es muy común levantarse de la silla y pasear entre las demás mesas. Najdorf lo hacía siempre. Raúl Sanguineti no le hacía asco a comprarse un sándwich en el bufé si le venía hambre. En torneos serios cada cual maneja sus nervios como puede.
Carlos B se alejó bastante de su mesa-tablero. Naim se le acercó. Yo no me atreví a tanto. Él lo conocía, tenía cierta camaradería con el maestro internacional, camaradería que ni el otro amigo ni yo teníamos. Además un certamen, tal como una misa, no se presta a tertulias amplias.
Vimos a Naim charlar en susurros con Carlos B en un aparte y después al internacional alejarse hacia la escalera.
Ansiosos, nos fuimos al balcón a esperar a Naim. Llegó aguantando la risa. Se echó a reír en cuanto cerramos la puerta del balcón y quedamos los tres afuera.
—Pero, pará Julio, dejá de reírte que nos van a rajar a todos.
—No pasa nada, de adentro no se escucha. El vidrio resiste cualquier cantidad de decibeles.
—Pero… ¿qué pasó? ¿Qué te dijo Carlos B? ¿Por qué no siguió el plan de llobaca a e5, alfiler a c4 y…?
—Ja, ja, ja. Es que ahí estuvo lo bueno. Le hice la pregunta. Se la hice porque ahora el plan es imposible ya que su movida de peón obstruye su propio alfil. Por eso me atreví a preguntarle por el plan que pensamos nosotros. Ahora no sería darle ideas que perjudiquen al rival.
—¿Y qué te contestó Carlos B?
—Me dijo: Ah, ¿había un plan? Mirá vos… Cuando moví el caballo a quinta no tenía ningún plan. En realidad no sabía qué hacer y moví el caballo por jugar algo. Es una partida muy aburrida. Creo que voy a ofrecerle tablas.
Nunca terminamos de verla. Simplemente bajamos todos a planta baja y pedimos un reloj en el bufé. Gracias a dios, quedaba uno libre que no habían usado para el torneo. Nos pusimos a jugar ajedrez ping-pong, ese que ahora le llaman blitz. Naim nos dio un minuto de ventaja pero nos ganó igual.



ESCEPTICISMO ESTADÍSTICO

Alguna vez leí por ahí, no me pregunten donde, que al abuelo de Charles De Gaulle se le atribuía haber dicho que la democracia es el gobierno del número y el número la estupidez. El hombre era monárquico y quizás anhelaba la vuelta de la Casa de Borbón al gobierno de Francia. Parece que la famosa revolución de 1789 no le bastó para escarmentarlo ni tampoco para incentivarlo a analizar en profundidad las causas de semejante rebelión.
Pero sin llegar a los extremos de su fanatismo, puedo asegurarles que el abuelito de De Gaulle no andaba tan errado, al menos en lo que hace a ciertos aspectos de la vida. Sobre que el número a veces es estúpido, lo he comprobado sistemáticamente en mis observaciones de las clases del Círculo de Ajedrez de Villa Ballester.
Era muy habitual por entonces que un jugador de primera categoría enseñara los primeros fundamentos de la técnica ajedrecística a novicios, por lo general a chicos y adolescentes. De vez en cuando también lo hacía algún maestro FIDE a jugadores más avanzados, digamos ajedrecistas de las categorías más débiles.
Se usaba para estas clases el tablero mural, que en verdad de mural tenía poco. Un bastidor de madera adosado a una pared representaba el tablero de sesenta y cuatro cuadros. En el lado superior de cada cuadro había un clavito cuya misión era sostener eventualmente el figurín de una pieza de ajedrez. Una argollita casi invisible venía engarzada a ese recorte móvil de madera terciada, pintada de claro u oscuro según el caso. Faltaba mucho para que estos tableros fueran de hierro con su lámina impresa y sus elegantes figurines de caucho magnético. En esas condiciones algo precarias se daba clases de ajedrez en el Círculo y en todo club similar que se preciara. Y digo precarias porque a veces enganchar la argollita en ese clavito era más complicado que la propia partida: dos por tres el figurín terminaba rebotando por el suelo. El tablero, a modo de pizarrón, permitía así dar clase a unos treinta aficionados.
A mi modo de ver, las clases más interesantes eran las de los maestros FIDE porque muchas veces a los jugadores de tercera y cuarta se sumaban algunos de segunda y hasta más de uno de primera. Al sistema de ranking Elo (aclaro, para los no ajedrecistas, que lo de Elo es por el profesor Arpad Elo que lo inventó) le faltaba algunos años para nacer. No solo eran atrayentes por la calidad del disertante sino por un tema estadístico que me obliga a asociarlo con la idea del abuelo de De Gaulle sobre la futilidad de la democracia en ciertos casos.
Estas clases avanzadas versaban por lo general sobre una partida clásica. Una disputada por alguno de los monstruos del ajedrez universal. Digamos a modo de ejemplo Nimzovich-Capablanca, Nueva York 1927.  
En cada jugada clave de la partida, el maestro FIDE se detenía y preguntaba a los asistentes:
—Bueno, ahora… ¿que jugó acá Capa? —de hecho podía ser también ¿qué jugó Nimzo?, porque el asunto trataban de hacerlo variado.
Diez manos se levantaban, ningún cerebro acertaba.
Como a las perdidas, daba en el blanco alguno. Y eso porque por ahí el tipo conocía la partida y se acordaba de esa posición y de la consecuente respuesta. Aunque de aquí a que la entendiera en profundidad, había un largo trecho.
Nunca llevé una estadística sobre el tema, el Círculo seguro que tampoco. Son cosas que saben los maestros. La mayoría de los ajedrecistas, gente que se supone pensante, no acertará la mayor parte de las jugadas claves si su cerebro está virgen de tales posiciones de partida. Y esto porque para descubrirla hay que estar consustanciado de los principios tácticos y estratégicos del ajedrez, conocer el plan de cada jugador y hacer un cálculo concienzudo de todas las posibilidades, todo en cosa de segundos. Poco importa que haya muchas o pocas piezas en el tablero. El hecho innegable es que la mayoría no acertará las jugadas claves de una partida magistral.
En 1982 terminé de comprobar esta paradoja de la democracia cuando el gran maestro postal Juan Sebastián Morgado, más tarde subcampeón mundial de la especialidad, disputó algunas partidas radiales con los oyentes. El locutor transmitía las jugadas efectuadas por Morgado y el público. Dos o tres ajedrecistas, cercanos al locutor, recibían por teléfono las distintas jugadas de quienes querían participar en cada jugada. Pero la jugada en firme del público se decidía por mayoría. Así que supongamos que en la jugada 15, tres oyentes votaran por enrocarse, dos por alfil h3, cinco por peón a4 y siete por caballo e2. La jugada oficial del público era esta última por ser la más votada, así la lógica ajedrecística dijera que debía ser el enroque o cualquier otra. Obviamente ganó Morgado. Fue como la batalla de Sipe-Sipe; para el público en este caso, estaba perdida antes de darse. Morgado con su sapiencia seguía un plan y aplicaba la táctica más adecuada a ese plan, jugada por jugada. El amorfo adversario era una suma de voluntades sin ton ni son.
Alguien me dirá que el ajedrez es solo un juego y por ende no muere nadie si una partida se pierde por votación. Pero lo malo es que muchas veces la gente piensa que la democracia sirve para todo y lamentablemente no es así.
Si estas anécdotas las llevamos al plano de la economía o de la educación y hacemos votar a la gente de manera masiva, seguramente obtendríamos errores similares a los de los asistentes a las clases de ajedrez de mi viejo Círculo o a los de los oyentes que jugaban contra Morgado.
Pese a todo es muy común oír a periodistas demagogos decir que la gente en democracia nunca se equivoca. Yo diría que en cuestiones técnicas sería mejor que no opinara quien no sabe, incluso algunos periodistas especializados que dicen saber del tema que tratan.



JUGANDO A LOS ESPÍAS *
(o El doble zugzwang)

Las dictaduras militares de ambos lados de la Cordillera de los Andes venían jugando a los soldaditos desde hacía rato en la frontera común. Quizá los generales de este lado se creían José de San Martín y los del otro, Bernardo O’Higgins. Aunque, pensándolo bien, les faltaba mucho para llegar siquiera a las espuelas de esos grandes héroes. Maniobraban dando órdenes desde sus mullidos tronos por unas islas situadas en el extremo sur del continente.
Con el chileno José M. Ledesma Álvarez, gran promotor del ajedrez en su país, andábamos en una guerra distinta. Disputábamos una de las preliminares del VIII Campeonato Latinoamericano de Ajedrez Postal. Nuestra intención estaba muy lejos de matar a nadie, simplemente queríamos obtener un primer o segundo puesto para pasar a semifinales.
Por aquella época no existía el correo electrónico, así que jugábamos como Napoleón acostumbrara con Phillidor o con algunas de sus admiradoras, si cierto fue lo de tales partidas. Es decir, mediante cartas de correo común, aunque ahora con estampillas. O sellos, como les dicen en Chile.
Avanzada la partida, noto que el correo tarda más de lo habitual. Tanto desde Antofagasta a Buenos Aires, como viceversa. Digamos que casi un mes de demora.
No podía comprender qué pasaba. Mi adversario era un jugador correctísimo y por mi parte más bien que estaba al tanto de cuándo había despachado mis cartas.
El enigma no habría tenido explicación de no mediar que un buen día me llega un sobre del siempre prolijo don Ledesma, muy roto y pegado con cinta Scotch. No faltaba un solo indicio para darse cuenta de que había sido torpemente violado. En verdad, parecía haber sido abierto con los dientes o con las aspas de un ventilador. Mas, grande fue mi sorpresa cuando al abrir la carta (en realidad, al reabrirla), leo a Ledesma informándome que mi anterior le había llegado rota y mal cerrada también.
Le respondí con una tarjeta postal, de esas que no necesitaban sobre. Mi texto decía: “Dado que luego de leer nuestras cartas nos cierran los sobres tan mal (y con peligro de extravío), a partir de hoy le escribiré por tarjeta abierta. Al menos, ya no tendrán el trabajo de rasgar, cerrar y juntar los trozos. De paso, nuestros servicios de espionaje aprenderán a jugar al ajedrez mucho más rápido”.
Ledesma, casi al toque, me contestó: “Como ve, también le respondo por tarjeta sin sobre. Así lo haré hasta terminar nuestra partida. Es todo cuanto podemos hacer por la causa de la paz.”
A partir de esas tarjetas, la correspondencia nos llegaba en menos de una semana.
En cuanto a la otra guerra, la de las dos dictaduras, nunca empezó, por más que acumularan ataúdes de plástico y gastaran cientos de millones de dólares. Ambas tenían miedo de cruzar la cordillera y que su ejército perdiera contacto con la base. Quedaron en zugzwang, no hay mejor vocablo porque quien jugara, perdería con seguridad.
Es más, lograron inventar el doble zugzwang, cosa que supera toda hazaña histórica. Y pensar que las malas lenguas aseveran que aquellos generalotes no tenían cerebro. ¿Cómo que no? Esa genialidad jamás la lograron los míticos inventores del ajedrez ni de su supuesto antecesor, el chaturanga. Forzoso es reconocerlo.
Porque en realidad habrían tenido obligación de jugar después de tanto despliegue y fantochada pero suspendieron la partida, gracias a Dios; así que el doble zugzwang fue un hecho palpable.
No había que ser un gran estratega militar para comprender que estaban entrampados. Un aprendiz de ajedrecista de cuarta categoría lo habría entendido. Ni el espíritu de San Martín ni el de O’Higgins inspiraron nada para romper el ridículo. Es probable que nuestros dos patriotas miraran desde el Paraíso columpiando las cabezas con gesto lastimero. Los que nos gobernaban eran dos generales con más condecoraciones que méritos en espera de un milagro.
El milagro llegó pero muy tarde, al menos de este lado ya no quedaba ningún general gobernando. De parte de un cardenal muy sonriente llegó. Un hombre de Dios que reemplazó a otro tan sonriente como él. Antes de subir al avión en Roma, el hombre de Dios sabía que no habría ninguna guerra. Si no había estallado en siete años era por causas táctico-estratégicas y no por otra cosa, pero era necesario sumarse al show por razones políticas.
Por supuesto, el periodismo serio y adulador de ambos lados cordilleranos diría después que la Iglesia nos salvaba de un gran conflicto bélico. Descarado sofismo, la guerra había abortado antes de nacer. Ninguno de los generalotes movería siquiera un peón hacia el otro lado de la frontera.
Mientras tanto habían sido años de tensión, de ingentes gastos inútiles y de deshonrosa bravuconada por ambas partes. La diplomacia fue un maquillaje para desviar la atención pública del asunto básico: el doble zugzwang militar del que no podían salir.
En cuanto al espionaje, apenas sirvió para controlar lo que escribían unos pacíficos ajedrecistas más alguna gente que se carteaba por asuntos familiares. Y no mucho más.

* Una versión más reducida de este cuento fue publicada en revista Ajedrez Postal Americano Nº 165, octubre 2003, página 13.
  


EL JUSTO MEDIO

Ser jinete no es lo mismo que ser domador. Así me dijo Hugo Bericat, amigo sensato si los hay, en una reunión de comisión directiva de la Liga Argentina de Ajedrez por Correspondencia (LADAC), allá por 1998. Y su razonamiento es irrefutable.
Un medallista olímpico en equitación puede ser un genio en lo suyo, pero no intente usted montarlo sobre un potro porque con seguridad al primer corcoveo nos quedamos sin medallista.
En ajedrez sería imaginar que por ser un gran maestro, uno podría componer problemas de mate en cuatro. O viceversa, por ser un excelso problemista, uno podría ganar el campeonato mundial de la FIDE o de la ICCF. Nada que ver.
El famoso dicho de Apeles, zapatero a tus zapatos, sigue siendo un buen consejo que lleva un buen rato de comprobado. Algo así como dos milenios y tercio; año más, año menos.
En temas económicos, buen administrador de una entidad sin fines de lucro es quien logra hacerla funcionar mediante el buen equilibrio entre utilidades y pérdidas. Un buen equilibrio supone siempre un justo medio. El problema es qué debe entenderse por justo medio.
A fines de la década de 1980, la economía argentina hacía agua por todos los costados. El gobierno tenía por panacea sustituir a cada rato ministros de economía, sin reparar que —además de tener un buen experto— hay que trazar un buen plan. La inflación andaba quemando todo y una institución pequeña como LADAC era pasto seco en ese incendio.
Por entonces me desempeñaba como secretario de la liga y una de mis funciones, amén de llevar el registro de socios, era el de intentar engordarlo. Habíamos enviado cartelitos de publicidad a varios amigos del interior, gente de buena voluntad que se las arreglaba para exponerlos en clubes y entidades de fomento. Incluso algún socio periodista nos ayudó publicitando a LADAC en diarios provinciales.
Había terminado la época en que las finanzas de la liga se equilibraban perdiendo dos socios pero ganando a la vez cuatro. Fin de las vacas gordas. En toda crisis, la gente comienza por recortar gastos superfluos, y jugar ajedrez por correspondencia está entre los candidatos de primera fila.
Recordemos que por los ‘80 no era como hoy que se juega por correo electrónico o servidor informático con un gasto ínfimo. Qué esperanza, se competía a través del correo tortuga con el consiguiente dispendio en franqueos. Encima, salvo alguna variante de apertura o de jugadas forzadas, la partida postal consistía en una jugada = una carta = un franqueo. Jugar implicaba gastos para el socio.
Como secretario recibía cartas y más cartas de interesados que me preguntaban sobre cómo era eso del ajedrez por correspondencia y cuánto el monto de la cuota social. Respondía toda inquietud, quedábamos muy bien, muy amigos, pero a la segunda carta el interesado (y ahora ex) me advertía que la cuota de LADAC era altísima. Eso cuando se dignaba a contestar mi carta de contacto. Cumplidos unos meses de este jueguito corresponsal, los socios nuevos no pasaban de tres. Considerando que les había respondido a unos cien interesados, la cosa pasaba de castaño.
Fue ahí que propuse en comisión directiva la necesidad de bajar la cuota social. Tradicionalmente, la anualidad era equivalente a cien franqueos mínimos de carta simple. Pero como la inflación tenía a todo el mundo a maltraer, el Correo Argentino no quiso ser menos y aumentaba el franqueo a lo loco. Esto hacía que la cuota de LADAC fuera hoy de tanto y mañana del doble o más. Este sistema de ajuste automático anda bien en tiempos de economía estable pero no con inflación descontrolada.
La comisión decidió entonces establecer una cuota fija en australes e incluso con opción de abonarla en dos pagos. Esto último ni siquiera fue un paliativo financiero. Eso sí, sirvió para complicar nuestra contabilidad. Ahora había que hacer dos asientos en lugar de uno por cada socio que pagara. La medida no iba a la raíz del problema, el desembolso para el socio seguía siendo alto. La solución pasaba por bajar la cuota. Así lo dije en comisión y muchos estuvieron de acuerdo… en principio.
Contra mi postura habló el tesorero de LADAC. Este hombre no aplicaba un criterio económico —a menor precio, mayor demanda— sino otro exclusivamente de almacenero. Decía: tengo tanto de gastos anuales y tantos socios, ergo la cuota social anual debe resultar de dividir ese total de gastos por la cantidad de socios. Esta fórmula, de más está decir, aumentaba la cuota del socio a un valor mucho mayor al vigente.
Nuestras posturas eran irreconciliables. Intenté refutar la argumentación del tesorero pronosticando que el cociente que calculaba era al día de hoy pero que no serviría en cuanto se aplicara. Que dicha postura presupuestario-contable no tenía en cuenta una ley que está en todo libro de economía clásica: a mayor precio, menor demanda. Ergo, cuando aumentáramos la cuota, el cruel resultado sería el de varios socios renunciantes. El cociente no resultaba inocuo. En una palabra, era utópico creer que aumentando la cuota en un determinado porcentaje, los recursos subirían en igual proporción. Lo probable sería que los ingresos de LADAC no subieran o que incluso bajaran.
La discusión fue ardua. Una parte de la comisión se alineaba conmigo y otra similar con el tesorero. No había manera de alcanzar un justo medio. El asunto amenazaba empantanarse. En materia de números no es posible ceder cuando las convicciones están fundadas en posturas teóricas. Y este era el caso.
No recuerdo quien fue, pero sí que alguien ajeno a nosotros dos propuso la solución mágica. Hagamos —dijo— un justo medio, un promedio entre las cifras que proponen secretario y tesorero: esa será la nueva cuota social de LADAC.
Una gran idea que no satisfacía a ninguno y, lo peor, que no solucionaba nada. Pero, sorpresivamente, toda la comisión estuvo de acuerdo con esa tercera postura, salvo el tesorero y yo. En eso sí coincidimos y votamos en contra, aunque por razones distintas.
Así se votó a favor de ese promedio. Pero promedio no implica justo medio. Y encima ese promedio era absoluta y absurdamente arbitrario. La mayoría de la comisión confundía los tantos. Resultó una cifra que nada tenía que ver con la realidad social. Cifra que no alcanzaba para cubrir los gastos institucionales ni servía para aumentar los socios.
Por supuesto, a los pocos meses como miembros dirigentes tuvimos que poner plata de nuestros bolsillos porque las cuotas no alcanzaban a cubrir los gastos.
Zapatero a tus zapatos, como aconsejaba Apeles, un maestro de buen criterio. La doma de caballos no es para cualquier jinete, como asegura otro maestro, mi amigo Bericat.



CARRERA CONTRA RELOJ *

Antonio Lascurain, más que un buen dirigente, fue una inteligencia puesta al servicio del ajedrez argentino y latinoamericano. Gran defensor de lo nuestro y de los derechos del socio, era por sobre todo una persona que sabía cultivar la amistad.
No por nada aquel 7 de mayo de 1994 muchos ajedrecistas nos dirigíamos desde diversos puntos del país a descubrirle una placa recordatoria en Concordia, donde están sus restos.
Los del grupo de Buenos Aires habíamos convenido en juntarnos unas seis horas antes para llegar puntualmente a la ciudad entrerriana. Claudio Gonçalves, entonces presidente de LADAC, recogería a varios socios en su auto. Luego pasaría por casa donde los esperábamos con Joel Adler, algún otro del barrio de Belgrano, mi esposa y yo, que nos sumariamos con el mío.
No recuerdo quien se demoró o quien interpretó que no era para tal hora sino para tal otra. Lo cierto, que el contingente de Claudio llegó una hora y media después de lo previsto a mi puerta, donde ya nos comíamos los codos.
No quedaba otra: había que meter pata para llegar a tiempo. Los cuatrocientos treinta kilómetros no se hacen en un santiamén. En la primera parte del trayecto, General Paz y Panamericana, se recuperó una media hora. Pero luego aparecieron las necesidades básicas, como sed, hambre y otras circunstancias biológicas como diría algún pacato. Además, hubiera sido una tortura que no estirasen las piernas nuestros pobres pasajeros.
Detuvimos los autos en Ceibas, más allá del puente Zárate-Brazo Largo. Nos abalanzamos hacia el boliche rutero tras el optimismo de alguno que nunca falta: “¡No se aflijan, muchachos, la 14 es tranquila! Ahí vamos a recuperar el tiempo perdido”.
Estaba previsto parar un ratito pero no fue así. Nunca es así. El lugar estaba repleto, el mozo tardó un siglo en atender, el mostrador otro siglo con sus cafés y medialunas, alguno se demoró en el baño para el último por si acaso. El asunto, que se perdió casi todo el tiempo ganado hasta allí.
Ahora sí había que pisar fuerte el pedal. De lo contrario, llegaríamos para cuando quedara el sereno del cementerio. En aquel tiempo pocos tenían celular, no había forma de avisar nuestra demora y además no hubiera sido justo para los puntuales entrerrianos, santafecinos y cordobeses.
Así que le dimos duro por la ruta 14. Sol radiante, ni una nube siquiera, el asfalto de la carretera un billar, nada de autos ni camiones que molestaran de cerca ni por el horizonte. Correr era una invitación. Antes de Ceibas habíamos leído aquello de "Atención, Radar Vigila", pero no le creímos al sincero cartel. “Lo ponen para amedrentarnos”, dijo alguno de esos monos sabios que se las saben todas y alguna más también.
El velocímetro de mi Torino clavado en 140. Al salir de una gran curva observé unos coches estacionados a ambos costados de la carretera, a lo lejos. Instintivamente levanté el pie del acelerador: 130, 120, 110... Dos automovilistas distraídos me sobrepasaron por la izquierda como si fuera un poste. Ya era tarde para esconder pecados. La comisión policial nos detuvo a todos, unos siete u ocho autos que veníamos haciendo el trencito. Nos pusieron prolijamente en fila india sobre la banquina a esperar.
Al minuto nos bajamos, corrimos con Claudio a explicarle al policía gordo de la Departamental de Colón que debíamos estar a tal hora en Concordia.
—Ah, no sé, amigos. Ustedes venían a 120 por hora y el máximo es 110 —nos respondía el milico, en tanto balanceaba en su mano derecha el fatídico radar, una forma híbrida entre binocular y megáfono.
“Ese aparato les falla, veníamos a 140. Bueno... no voy a discutirte si nos estás haciendo precio, aunque de nada sirva la rebaja”, pensé.
Sin duda, el milico nos vio cara de degollados porque al ratito agregó:
—En todo caso, hablen con el oficial a cargo del operativo.
—¿Quién?, ¿dónde?
—Ese que está allá a la sombrita —y señaló, como a la que te criaste, con su mano izquierda a unos veinticinco metros—. Ahí, donde se ven esos móviles.
Fuimos corriendo. Nos encontramos con un muchacho de unos treinta años cuanto mucho, muy agradable, sentado a una especie de escritorio de campaña entre dos camionetas. Nos comunicó la no tan pequeña multa por la infracción con la sonrisa que emplearía otro para decirnos usted ha ganado diez millones.
—Sabe lo que pasa, oficial… veníamos muy rápido porque tenemos que llegar al homenaje de un dirigente amigo en el cementerio de Concordia —todo dicho con más velocidad que la que motivó la multa. Mientras tanto le mostrábamos la Revista Ladac 205, abierta de par en par en la página que indicaba día y hora del evento.
—Ah, son ajedrecistas, qué bueno. A mí me encanta el ajedrez. Soy un fanático y… ¡qué buena revista! —decía mientras la hojeaba, en tanto que con Claudio mirábamos angustiados nuestros relojes.
Por fin, luego de alabarla un par de veces más, nos espetó:
—Bueno, muchachos, serían dos multas, pero pagarán por una sola, porqueee... es obvio que uno de ustedes seguía al auto del otro.
No pude evitarme pensar en el bíblico rey Salomón pero logré aguantar la risa. 
—Un buen negocio, tanto para ustedes como para la provincia —prosiguió riendo con picardía y a modo de disculpa—. Además, solo aquí hay control de velocidad —agregó con un guiño travieso.
Pagamos sin discutir mientras nos completaba la boleta. Le dejamos la revista, que agradeció entusiasmado. Al irnos, se lo veía leerla con fruición, muy contento de haber cumplido en partes iguales con su deber de funcionario y su pasión ajedrecística. Aunque quizá inconsciente de tener en sus manos el ejemplar más caro del mundo: con un precio equivalente a una multa condonada.
Eso si, retomada la 14, nos sentimos con derecho de acelerar a fondo. No corrimos, volamos. Llegamos justo a tiempo al solemne acto de nuestro querido amigo.

* Una primera versión de este cuento fue publicada en revista Ajedrez Postal Americano Nº 164, octubre 2002, página 7.  



CUANDO LO BARATO SALE CARO

A principio de los ’90 todavía se usaba el correo tortuga para el ajedrez postal. Eran tiempos de cambio. Al viejo Correo Argentino le habían surgido competidores, la empresa OCASA y alguna otra de menor cuantía.
En la liga argentina (LADAC), se pensó en achicar gastos a los socios pactando una rebaja en el franqueo común con alguna de estas empresas privadas. Correo Argentino cobraba entonces setenta y cinco centavos la carta simple de veinte gramos. Pero lograr un acuerdo con esta corporación estatal era como para el agrimensor K ingresar al castillo de la novela kafkiana, no ya para ver al ministro Klamm sino para conferenciar con el mismísimo conde en persona. La burocracia hace imposible lo simple, no cabe duda, no solo Kafka lo resaltó, cualquier cristiano de a pie puede verlo. Pero lo que no sabíamos era que la burocracia privada puede arreglárselas para ser peor que la pública. Esta última por lo menos goza de la experiencia de varios milenios de práctica.
Así las cosas, y con el optimismo propio de los grandes precursores, nos contactamos con OCASA, sociedad anónima cuyos gerentes (hoy se les llama CEOs) resultaron menos anónimos de lo pensado.
OCASA se enteró por entonces que existía el ajedrez postal. LADAC no iba a decirles que tan temprano como por el año 1119 mister Henry I disputó una partidita con monsieur Louis VI, el gordo, sin salir ni el inglés de su castillo ni el francés del suyo. A ningún empresario le importa un bledo historias o leyendas, solo conocen aquello de sumar y restar billetes, aunque a veces ni siquiera esto lo hagan del todo bien. Los CEOs andan en la misma línea o quizá peor.
Era una buena oportunidad para OCASA y para LADAC. Un torneo o campeonato postal de LADAC que OCASA publicitara a los cuatro vientos traería a LADAC multitud de jugadores accesorios para disputarlo. Cientos de sucursales en las principales ciudades del país garantizaban el éxito con apenas un simple cartel en cada hall de entrada. Esto traería aparejado una buena moneda en franqueos ganados para OCASA a costa de Correo Argentino.
Como adelanto de buena voluntad, OCASA cedió a LADAC una casilla de correo sin cargo, al menos por un par de años o algo así. No era mucho. Mejor dicho, a los socios comunes de LADAC no los beneficiaba en nada pues la correspondencia oficial con las autoridades de la Liga era insignificante comparada al cúmulo de cartas de todos sus torneos. Eso sí, para los dirigentes de LADAC implicaba la ventaja de ir a buscar las cartas a la sucursal en vez de recibirlas con comodidad en casa. Pero era un buen gesto. Algo era algo, aunque sirviera para poco.
Por entonces, el tesorero de LADAC era Rogelio Linskens. Además de fuerte ajedrecista, Rogelio era un hombre equilibrado en todo, razonable, preclaro en sus conceptos, buen tipo y la mar de honesto.
Llegó por fin el día de la reunión LADAC–OCASA. Linkens se presentó en la oficina preestablecida y comenzó a departir con uno de sus CEOs mientras esperaban a otro. El hombre le adelantó que habían analizado el asunto concienzudamente y estaban en condiciones de hacernos una gran oferta para los torneos y campeonatos de la Liga.
Una partida de ajedrez no tiene límite reglamentario de jugadas pero lo habitual es que ande en unas cuarenta de promedio o poco más. Un certamen común y corriente comprendía por entonces nueve jugadores. Un cálculo rápido nos dice que nueve jugadores por ocho partidas para cada uno son treinta y seis partidas en total, pues al producto de setenta y dos hay que partirlo por la mitad a fin de evitar duplicaciones. Ergo, treinta y seis partidas por cuarenta jugadas nos da 1440 jugadas para ese torneo. Podemos obviar el piquito de 40 y quedarnos con 1400. Nos autoriza el hecho de que en las aperturas los ajedrecistas postales siempre andamos haciendo propuestas de algún par de jugaditas para ahorrar tiempo y envíos. Por ende, y resumiendo, 1400 jugadas equivale a 1400 franqueos. Y eso solo para un vulgar torneo interno. Imagínese esto multiplicado varias veces, porque cualquier jugador postal tiende a disputar varios torneos en simultáneo.
Lógico es imaginar que los tipos de OCASA habrán ceoado (permítaseme el neologismo puesto que son CEOs) en fraternales y fragoteados almuerzos de negocios. Sobre todo habrán multiplicado las cifras del párrafo anterior por el número de socios de LADAC, dato del que también tenían noticias.
Fue así que por fin el bueno de Linkens, como representante de LADAC, ocupó una butaca delante de un magno escritorio gerencial y oyó decir de su ocupante, un segundo CEO que se sumó al primero, algo así:
—Como le dijo mi colega, hemos analizado concienzudamente el asunto y nos interesa sobremanera llegar a un acuerdo con ustedes. Sería muy bueno para ambas organizaciones.
“Vamos bien”, es de suponer que pensó Linskens.
—Por lo tanto —prosiguió el CEO— estamos en condiciones de hacer la siguiente oferta: un peso el franqueo simple de veinte gramos para quien juegue los torneos de LADAC. Obviamente deberán jugar con cartas o tarjetas identificadas debidamente con la sigla y emblema de LADAC, a fin de diferenciarlas del correo común que manejamos.
Linskens no necesitó de ningún cálculo para contestar al toque:
—Ah, muy bien, señor gerente —Rogelio no usaría la sigla CEO, que no estaba aún de moda ni en su vocabulario—. Excelente. A los socios de LADAC los hará muy felices que ustedes les aumenten el franqueo en un 33,33%, ya que el Correo Argentino tiene ese mismo servicio a setenta y cinco centavos de costo.
Fue la última oferta de OCASA. El campeonato argentino y los muchos torneos internos de LADAC se siguieron disputando, claro que sí, pero por Correo Argentino.
Después de esto, como humilde egresado de Ciencias Económicas, me doy cuenta de que Argentina no tiene solución económica posible. Al menos si quienes van a manejar la economía son CEOs de la calidad de ese tipo, cosa que todo apunta a suponerlo. Empresarios israelitas o chinos —y quizá hasta esquimales y zulúes— habrían ofrecido más no sea un franqueo de setenta centavos como para robarle miles de cartas a la competencia, pero OCASA solo tenía CEOs vernáculos. CEOs que suponían hacer una rebaja… ¡aumentando el precio!
Ahora se entiende mucho mejor por qué Argentina económicamente está como está. Y también se entiende mejor que pretenda tener un capitalismo sin capitales. Un país que solo piensa en la panacea de que le caigan capitales externos llovidos del cielo, cual maná. Las teorías más elementales de los clásicos libros de economía política se hacen añicos contra esa lógica de nuestros ingeniosos CEOs. Tipos que nadie entiende cómo se las arreglan para razonar exactamente al revés de lo que señala la lógica elemental.



AJEDREZ CHINO

En general, los chinos como comerciantes son organizados, trabajadores, amables, exitosos. Uno los ve y parecen robots de movimiento continuo. Algunos hasta comen en una escudilla al lado de la caja registradora para no quitarle al negocio siquiera media hora para el almuerzo. Pero el chisme que voy a relatar es lo que nuestras abuelas llamarían un caso de escopeta.
El comercio de este chino no estaba exactamente en el Barrio Chino, un pedazo de barrio —como diría Manzi— que comprende una suerte de cruz en Belgrano. Un par de cuadras por Arribeños, de Juramento a Olazábal, y otro par por Mendoza, desde las vías del Mitre hasta Montañeses, es toda la barriada oriental. Pero no, esta casa de regalos andaba por Juramento al 1500, como a mitad de cuadra, en las cercanías del exótico barrio porteño pero no dentro. Se trataba de un negocio muy particular o, mejor dicho, con un dueño muy particular.
Como todo comercio chino, tenía abarrotados sus estantes con aquello de todo un poco. Pero su rubro tan específico, casa de regalos, no impedía que el dueño, un muchacho de unos treinta años, tuviera un sillón de peluquero y cortara los pelos de algún compatriota a vista y paciencia de medio mundo. No sé si en China la cosa será así pero este chino había inventado el polirrubro in extremis. Casi, casi… le gana a Farmacity.
Cierto día los de impositiva le clausuraron el local por no emitir factura de venta. Fue en medio de un operativo que comprendió toda la zona, la china y la no tan china. La modalidad es simple: entra un agente fiscal, pide para comprar un par de tonterías haciéndose el distraído y cuando intentan el cobro, sin miras de facturar, labran acta. Multa por evasión o presunta evasión. Muy de acuerdo con la famosa frase atribuida a Daniel Defoe, repetida luego por Benjamín Franklin, la muerte y los impuestos son lo único certero. El chinito ni siquiera tenía talonario de factura. El famoso no enteendo, no complendo, no le sirvió de mucho.
Pero el chinito no se amilanó. Simplemente arrancó al otro día la faja roja que decía AFIP y siguió mercando… ¡y cortando el pelo! No me consta que haya pagado la multa o lo que sea, aunque es presumible que lo habrá hecho.
En la revista Genios, una que sigue vivita y coleando, había leído años ha sobre el ajedrez chino. El lector debe saber que la modalidad de ajedrez que practicamos en occidente, si bien la más difundida del mundo, no es la única ni mucho menos. Deben de existir como una decena de variantes del ajedrez. El ajedrez chino es uno de ellos.
Este ajedrez tiene como el nuestro dieciséis piezas por bando. Pero no a manera de muñequitos, como los llamaría alguna abuela que entendiera poco del tema. No como los vemos en círculos ajedrecísticos y jugueterías sino como monedas de madera con el nombre de la pieza. Obviamente, en caracteres chinos. Supongo que a nosotros, los legos —tras la práctica, madre de toda sabiduría— nos serían familiares con el tiempo, pues no se trata de leer en chino sino de reconocer apenas siete dibujos de caracteres diferentes.
La revista en cuestión traía un reglamento rudimentario en el que decía cómo se mueve el elefante, el rey o general, el oficial, el caballo, el carro de guerra, el cañón o catapulta, el soldado. La finalidad es dar mate como en nuestro ajedrez, solo que el ahogado se suma como otra variante de mate. Minga de tablas en tal caso.
En Genios se describía también el tablero, en el que las piezas no ocupan los escaques sino las intersecciones, tal como pasa en el go y en el juego del molino de los antiguos romanos. Nueve líneas verticales por diez horizontales, más un castillo o fuerte (especie de tablero de tatetí) en el sector contiguo a cada jugador, constituyen el tablero del ajedrez chino. Esto más un río central, vedado al cruce para ciertas piezas.
Relucientes, en una cajita muy monona, yacían acondicionadas las treinta y dos piezas en el negocio del regalero-peluquero. Las reconocí de inmediato pese a que el envoltorio transparente estuviese escrito enteramente en chino y pese también a los años transcurridos desde que había leído la revista. No fue óbice tampoco que la calcomanía con el código de barras y el precio aclarara nada. Fichas parecidas al juego de damas, si bien más grandes, con caracteres chinos, hacían del asunto algo inconfundible.
Había dado con un juego de ajedrez chino en material original. Un juego auténtico, me dije.
Me acerqué al dueño, quien me atendió muy sonriente. La AFIP no había vuelto a molestarlo, así que estaba de buen humor, aunque reconozco que nunca lo vi con cara avinagrada. Me repitió el precio que yo ya sabía. No era caro, por cierto. Pero le dije intrigado:
—¿Y el tablero?
Me espetó sin inmutarse:
—No, no, no tene tablelo. Lleve ashí, lleve ashí xiangqi, xiangqi sin tablelo —solo faltaba que agregara mejol, mejol.
Lo miré como suelo mirar a veces cuando el argumento no cuaja con la realidad o la experiencia. Todos los juegos con trebejos se juegan con tablero (damas, damas chinas, go, ajedrez) pero el xiangqi del chino este no parecía ser así.
Los trebejos representan ejércitos; y el tablero, el campo de batalla. Así de simple. Pero siguiendo la lógica de este chino no había tal campo, ergo tampoco ninguna batalla. No me imaginaba a este chino tan pacifista. No me molesté en aclararle tampoco que a estos tipos de juegos se les llama juegos de tablero justamente por no carecer de tal cosa. Así que siguiendo la lógica regalera-peruqueril vendría a ser un juego de tablero sin tablero.
Por un momento dudé. No sobre si el xiangqi carecía de tablero reglamentario, sino de lo que quería decirme. A ver si me explico, no entendía si quería decirme que él no vendía el tablero de ajedrez chino o si ese juego, el xiangqi o ajedrez chino, se jugaba solo con piezas, tal como el dominó.
Es de esperar, que querría decirme lo primero. Pensé que no sería difícil dibujar prolijamente un tablero de xiangqi en una cartulina. Era solo buscar la vieja revista, oculta en algún Triángulo de las Bermudas de mis papeles. Pero al chino su historial lo culpaba demasiado. Así que opté por ser malpensado y suponer que había querido decirme lo segundo.
Enojado, me fui sin comprarle nada. Hoy me arrepiento un poco.



TO BE OR NOT TO BE

Barrio de Belgrano, caserón sin tejas, Sociedad Italiana, principio de los ’90, sábado para más datos. Me cae un hombre muy alterado, arrastrado por su hijito, párvulo de unos diez años o poco menos.
—Mi nene quiere aprender a jugar al ajedrez. ¿Usted es el profesor?
—Sí.
—Bueno, usted vio cómo es este asunto. En el cole ahora está de moda todo eso del ajedrez. Parece que sin el ajedrez la gente no aprende a pensar. Este se me entusiasmó y quiere aprender. Algunos compañeritos juegan bien y este dale que te dale con la cantinela todo el día. Yo no sé ni mover una pieza. Odio el ajedrez. En casa todo el mundo odia ese juego.
No me dio tiempo a preguntarle el porqué, que siguió con…
—…mi finado abuelo fue un fanático del ajedrez. Tan fana que llegó tarde a su casamiento, y justo por culpa del puto ajedrez.
—No me diga —atiné a decir apenas.
—Sí, imagínese. Se quedó jugando un partido… ¿se da cuenta?
 “Sí, no cabe duda de que este tipo jamás quiso aprenderlo —pensé—. Ni siquiera dice partida”.
—Y paveando en el club con ese asunto del ajedrez, va… ¡y llega tarde! Mi abuela lo quería matar. Le hizo jurar en medio de la ceremonia que no tocaría más un tablero. Fíjese. Y ahora me aparece este con que quiere aprender… ¿se da cuenta?
Lo miré con curiosidad. Le saltaba un odio visceral por los ojos, un odio acumulado de tres generaciones rigurosamente antiajedrecistas. El nene me miraba como pidiendo ayuda, se sentía la oveja negra. El padre me censuraba con los ojos como si yo fuera el inventor de la bomba atómica o el culpable del hambre mundial.
Pensé varias cosas. Por ejemplo, “juró no tocar nunca más un tablero pero eso no incluye jugar a ciegas, ¿sería capaz de hacerlo el finado?” También, en preguntarle si su abuelo había llegado tarde a la ceremonia civil o a la religiosa, pero el tipo fue más rápido:
—Hasta el juez de paz tuvo que consolar el llanto de mi pobre abuela. Imagínese. Imagínese.
Imaginé una comedia liviana en la que su abuela terminaba casándose con el juez de paz. Eso sí, frente a otro juez de paz. No se estila casarse a uno mismo. Bueno, seguí pensando, la cosa era grave: de haber sido la ceremonia religiosa, el abuelo ya hubiera estado enganchado y era solo cuestión de pedir nuevo turno con el cura. Pero en fin, quizá…
—Imagínese el momento. Imagínese. Todo el mundo esperando a mi abuelo en el registro civil. Todos habiendo pedido permiso en el trabajo, todo el mundo nervioso, mis bisabuelos que lo querían colgar, primos y tíos segundos que miraban sus relojes, imagínese. Imagínese qué papelón. Y todo por culpa del maldito ajedrez.
El tipo teatralizaba, no cabía duda. Lo había aprendido, quizá de manera inconsciente, de abuela y madre que con seguridad se lo vendrían recalcando por décadas. Aparte del periodismo, no hay nada más eficiente para lavar cerebros que la familia, se me ocurrió. Pero más allá del teatro había algo más. Lo miré y como un rayo se me pasó por la cabeza aquello de: “pero, dígame sinceramente, ¿su abuelo tenía ganas de casarse con su abuela?”
Habría sido la pregunta del millón pero en otro contexto, entre amigos por ejemplo y en son de chacota, cerveza mediante, no ahí. Fui cobarde, forzoso es reconocerlo. Alguien que me quiera dirá no, no, fuiste prudente. Pero no hay duda, fui cobarde.
El tipo estaba con una bronca negra, como si la impuntualidad del abuelo hubiera ocurrido un minuto antes. Andaría el tipo en los treinta y cinco años. Pensé en preguntarle si sabía cómo había terminado la partida de ajedrez del abuelo, si al menos había valido la pena llegar tarde. Pero en cambio opté por:
—Mire, háblelo en casa con su nene y tome la decisión después. Usted tiene la patria potestad. Ese es el lugar adecuado, no este. Nadie los apura.
—¿Pero usted me garantiza de que mi nene no será un fanático como mi abuelo?
—No puedo garantizarle nada. Ni siquiera si su hijo va a ser bueno para el ajedrez. ¿Cómo quiere que lo sepa? —pensé agregar “quizá este nene no llegue tarde a su propia boda”, pero me cuidé de expresarlo.
Me miró como dudando y, tras una mueca, dijo:
—Está bien, lo hablaré con este en casa.
Volví a mirar la cara del tipo, creí distinguir algo más, algo más profundo que simple bronca, indignación o esas cosas con que a veces nos disfrazamos. Advertí miedo, mucho miedo. Dada su edad, el tipo me estaba hablando de un tiempo en que la gente tenía por costumbre casarse antes de engendrar hijos. La sociedad, la ley, todo, apuntaba a que el matrimonio fuera un sacramento, no solo la religión, católica o la que por geográfica suerte les tocara.
Era fácil inferir que sin casorio, la madre de este tipo no habría existido y como consecuencia, tampoco él. Claro, seguramente tampoco el hinchapelota del nene, que tanto quería aprender a jugar al ajedrez contra el casi secular mandato familiar. Todas estas meditaciones mías solo quedaron en eso, meditaciones. El tipo tenía terror a que por culpa del ajedrez pudo no haber nacido. Imagínese. Imagínese qué pérdida.



A CONTRACORRIENTE

Que a la mayoría de las mujeres no les gusta el ajedrez es cosa sabida. A priori el llamado juego-ciencia y lo femenino parecen darse de patadas. Hay tan pocas socias en los clubes de ajedrez que bien podría aconsejarse a una chica asociarse a uno como la mejor opción para conseguir novio.
Muchos dirán que exagero e incluso me darán una larga lista de mujeres ajedrecistas. Desde Isabel I de Inglaterra o madame de Remusat a la campeona mundial de hoy día, pero la chicana no me va a convencer, sé de lo que hablo. Nunca dejaron de ser excepciones. Raras avis si las comparamos con la multitud de hombres que se dedicaron y dedican al noble juego.
El ajedrez no se presta demasiado para la mujer. Esto es rotundamente cierto, y lejos de mí toda idea machista. Se juega a altas horas de la noche, requiere una dedicación muy particular, altera la vida familiar, es incompatible con la crianza de los hijos, amén de que la mayoría de las féminas no demuestra mucho temperamento para practicarlo. Ajedrecistas como Judith Polgar que cumplan rutina diaria para estudiar tantas horas de teoría, tantas para entrenarse sobre el tablero, tantas para estudiar partidas de posibles rivales, no abundan ni mucho menos. Sobran los factores en contra, lamentablemente.
Pese a todo, un buen día en el Club Argentino, decano de los clubes de ajedrez, apareció cierta mujer que quiso ser socia. Llenó la solicitud, pagó la cuota social y lo fue. No era la primera ni sería la última.
Mujer enérgica, ofreció colaborar en cuanta actividad desarrollara el club, no ya desde el segundo día sino desde el primero. Como toda institución pequeña, un círculo de ajedrez sufre de manera crónica la falta de personal. No hay dinero suficiente para pagar a las decenas de empleados que requerirían los distintos departamentos de su organigrama. Ergo, su buena o mala  marcha depende en gran parte de los socios que se ofrezcan para cumplir tal o cual función por simple amor al arte.
El problema para ubicar a esta mujer era que las diversas plazas estaban cubiertas. Pero ella tenía el tesón del clavo enmohecido, como diría Almafuerte, e insistió en cumplir alguna función porque, como bien decía, venía a colaborar. Y como es de muy mala voluntad ponerla a contar trofeos en las vitrinas, hubo que encontrarle un conchavo hic et nunc y ad honorem (aquí, ahora y gratis).
Mientras tanto ella jugaba ajedrez a diario al llegar de la oficina. Pero jugar ajedrez sin haber estudiado un mínimo de teoría es como intentar aprender a leer y escribir sin querer pasar por el colegio. No digo que sea imposible, pero al menos bastante improbable de que la empresa salga bien. De ahí sus frecuentes quejas. Porque no es lo mismo perder una partida después de haberla disputado tenazmente durante cuarenta o cincuenta jugadas que perderla por colgarse la dama en la jugada cinco o recibir un mate en plena apertura.
Lo de esta mujer era así. Recibía, ajedrecísticamente hablando, paliza tras paliza. Y lo peor, sin que entendiera por qué le ocurría tal cosa. O mejor dicho, por entender mal el asunto, pues todo lo atribuía a la impiedad de los jugadores del club.
De ahí que entre ella y el entonces presidente de la entidad, experimentado jugador y directivo, se dieran diálogos de este tenor:
—En este club, señor presidente, los socios juegan de manera muy agresiva.
—Señora, el ajedrez es un juego agresivo de por sí —respondía el santo presidente, con una miradita de costado que lo decía todo.
—Está bien, pero la comisión directiva debería dictar una resolución por la que se prohíba a los jugadores fuertes jugar tan agresivamente como lo hacen. Sobre todo, contra principiantes como yo.
—Señora, lo que usted me pide va contra la esencia misma del ajedrez. En una partida cada jugada implica buscar una amenaza en el tablero pues si el jugador no amenaza, entonces lo hará el rival. Es matar o morir, jugada tras jugada.
—Pero jugando así, principiantes como yo se desmoralizan y puede que abandonemos el ajedrez y el club. Además comprenda que soy mujer, que mi naturaleza es de por sí pacífica...
Solo faltaba que acusara a todo el club de violencia de género, pero por entonces los noticieros no ventilaban esas cosas.
Así, casi a diario.
Un buen día el presidente, ex campeón juvenil argentino, le aconsejó tomar lecciones de ajedrez. Un par de maestros dictaban clases. La pobre mujer fue a varias y no entendía ni jota. Desde la primera clase se quejó de lo excesivamente técnicas con que se daban las lecciones. Para colmo no era una alumna sumisa, interrumpía a cada rato condenando la forma agresiva con que se seguía jugando en el club.
—… y en todo club de ajedrez del mundo también —contestó el profe a la enésima vez que la escuchó.
Ofendida por la contundente verdad, la buena señora no fue más a una clase de ajedrez, lo cual no contribuyó a mejorar su nivel sobre el tablero.
Para que no molestara más con reclamos inviables, pues divorciada ella, no tenía mejor idea que aparecerse todas las noches por el club, a alguien se le ocurrió ponerla en la biblioteca.
Era esta una excelente biblioteca de ajedrez. ¿Qué otra clase de biblioteca va a tener un club de esas características? Ahí estaba la colección de revistas Ajedrez Americano, la de Ajedrez (así a secas, la de Sopena) y libros, muchísimos libros, desde los más antiguos que llegaron al club en tiempos de Benito Villegas hasta las últimas novedades que importara Juan Sebastián Morgado.
Un viejo socio dirigía la biblioteca. Dos o tres veces por semana venía unas horas y evacuaba consultas, recomendando tal o cual publicación a quien se le acercara. El hombre sabía su oficio, más allá de que lo hiciera solo por amor al ajedrez y a su club. Llevaba un fichero que había soportado el devenir del tiempo. Tenía los estantes en perfecto orden. Todo se encontraba con rapidez, su organización era perfecta. Perfecta, hasta que llegó la buena señora.
El diluvio o la revolución francesa, al parecer, conmovieron menos al planeta. Pues esta mujer pretendió poner abajo lo que andaba por arriba y arriba lo que estaba por abajo. A la diestra lo que se hallaba correctamente a la izquierda, y viceversa. Fue el aquelarre.
Al mes, o quizá antes, no recuerdo bien, el pulcro bibliotecario se presentó ante la comisión directiva reunida solemnemente y dijo con voz grave:
—¡O ella o yo! No necesito ayudante. Nunca lo necesité. Nunca pedí uno. Nunca… —y sostenía un papel que empezaba con la significativa frase “En el día de hoy presento mi renuncia indecl...”
No hubo nada que hacer. La tuvieron que sacar de la biblioteca. A partir de entonces la comisión tuvo un gran dolor de cabeza: dónde ponerla y que el mundo siga andando, como diría Le Pera.
Eugene Alexandrovich Znosko Borovsky escribió un libro, allá por la década de 1930 si mal no recuerdo, de título Cómo no jugar al ajedrez. Libro muy popular en su tiempo, aunque su fama y tiraje no se justificara por su ciencia intrínseca. Fue una lástima que este noble ruso no hubiera escrito otro que se llamara Cómo no ser socio de un club de ajedrez.
Los años pasaron, crueles, malvados, y sobre todo, muchos, muchísimos. La buena señora llegaba al club y antes de mover pieza alguna sobre el tablero pregonaba que ahí se seguía jugando muy agresivamente, sin consideración alguna a los principiantes como ella.



EL VERO ORIGEN DEL AJEDREZ

Al saber yo, Caissa, sobre el nuevo e ingenioso pasatiempo, asistí invisible al palacio del rey Sheram.
—Te he mandado venir, estimado Sissa, para agradecerte este noble juego, juego creado para paliar mi ocio. Lo llamaré shatranj en honor de tu hijo —escuché decir al monarca.
—¡Oh, mi señor, vive para siempre! No me juzgo acreedor de tanto honor —alcancé a oír como respuesta del astuto Sissa.
—No tanta falsa humildad. Vamos, que nos conocemos de décadas y sé lo que vales como sabio, pero más sé de lo que piensas que vales...
—Mi deber es cumplir con tus deseos, mi señor. Pero, ¿qué puede valer este pobre jueguito? —contestó el sabio con un fugaz brillo en los ojos.
—Muchísimo. Por eso voy a recompensarte. Pide lo que quieras y te lo otorgaré de buena gana.
—Oh, mi señor, siempre tan generoso. Soy un hombre tranquilo, humilde de espíritu, lo sabes. Un mero estudioso a cargo de tu biblioteca y tus pergaminos.
—Pide sin más vueltas antes de que me enoje —insistió Sheram, algo divertido. 
—Bueno, ya que insistes, mi señor... Apenas un grano de trigo por el primer escaque del tablero shatranj, dos granos por el segundo, cuatro por el tercero, ocho por el cuarto, dieciséis por el quinto… y así hasta…
—…hasta completar los sesenta y cuatro cuadritos —concluyó el rey—. Ya entendí. Parece que te conformas con muy poco. Debería ofenderme por solicitud tan mezquina, indigna de formular ante un rey.
Ese mismo día, Sheram ordenó al matemático mayor de la corte calcular el total de trigo.
Hasta aquí la historia más o menos conocida. Salvo quizá porque nunca se dijo que ambos personajes se estimaban. Pero aunque no lo registran historias ni leyendas, y aunque me acusen de subjetividad, yo, Caissa, noté admiración mutua en sus rostros, cosa que me hizo sospechar.

Anda por ahí otra historia sobre Sissa que se empecina en poner a este sabio como sirviente de un brahmán, un tal Rai Bhalit, para más precisión. A tal grado llega la inexactitud, que amenaza con transformar todo en un mito, siendo que la historia nada tiene de mito. En esta versión los errores más graves se dan hacia el final, pues van desde imaginar el destierro hasta una supuesta decapitación del buen Sissa. Nada más tonto ni más lejos de la verdad.
Porque verdad es que la cifra de los granos de trigo fue como para amedrentar a un dios, mucho más a un reyezuelo como Sheram. Así que ni pensar en un brahmán, con más ínfulas de casta que dinero en propia bolsa.

La verdad solo yo la conozco. Yo sola, Caissa, la diosa casi olvidada. Una que nadie tiene en cuenta allá en el Olimpo. Ni tampoco acá en la tierra, pues no recuerdo que Hesíodo se tomara el trabajo en sus días de siquiera nombrarme. Y miren que ese buen señor citó a toda mi parentela de dioses y semidioses, sin olvidar ninfas ni sátiros. Pero a Caissa, la sesuda Caissa, la ingeniosa Caissa, la protectora Caissa, de ella ni se acordó.
Muy erudito el hombre,
muy sabedor de linajes y blasones,
pero conmigo, nones.
No pretendo igualarme a la voluptuosa Afrodita ni a la celosa Hera. Ellas son de bella figura, caso contrario no habría habido gesta troyana. Hermosas aunque malas deportistas. Irreverentes a la sentencia de Paris Alejandro, juez de aquel concurso de belleza olímpico, manzanita mediante.
Así que nada de eso. Mi verdadera belleza no pasa por vulgaridades físicas. No pasa por contabilizar un lunar de más o de menos. Nada de eso, no deslumbro por mi sexo sino por mi seso.
Así que apenas pretendo competir con la tercera de aquel concurso, la sagaz Atenea, la malcriada de Zeus.
Que muy ojos de lechuza,
mucha supuesta sapiencia,
gran yelmo por caperuza
mas nunca inventó un juego-ciencia.
Pero en fin, relegada injustamente a mi condición de diosa de tercera —tal como la pobre Tetis, que por amor renunció a ser inmortal— voy a terminar de contar la vera historia del origen del ajedrez, tal como lo viví. Algo resentida, lo admito. De ahí que no pretendan que cuente todo, que algún privilegio nos debemos a nosotras mismas, las diosas.

Como a la semana de aquel diálogo, el rey Sheram mientras llevaba un pan a la boca recordó lo del trigo. Llamó al tesorero y le preguntó si había pagado a Sissa los granos adeudados. Como el pobrecito respondiera que no y sugiriera repreguntar al responsable, ofuscado, el rey ordenó se presentara ante el trono el matemático mayor.
—Es que tuve que contratar calculistas, mi señor. Muchos calculistas.
—¿Calculistas? ¿Para unos míseros granos que caben en una bolsa?
—Es que ahí está el punto, mi señor. No se trata de unos pocos granos sino de una cifra que supera todo desafío. Aquí está el pergamino donde acabamos de consignarla.
—¡Dieciocho trillones y medio de granos! Jamás leí cifra semejante. Ni creo que nadie antes que yo. ¿A cuánto equivale esto?
—No hemos hecho el cálculo exacto de su peso, mi señor, pero lo tendremos al amanecer.
—Déjate de bobadas. ¿Cuánto supones que es, digamos, en cosechas, más o menos a ojo?
Aproveché como diosa para leer la mente del rey Sheram: “Así que me la hizo nomás, el bribón. Buena bromita. Ya me la voy a cobrar”.
—Infiero, mi señor, que supone las cosechas de muchos siglos.
—Así que las cosechas de muchos... ¡Ay, por mis dioses, pobre mi reino!
—No, no, mi señor. No me expliqué bien. No solo de tu reino, hablo de las cosechas de muchos siglos, pero del mundo entero.
Esa noche el rey Sheram no durmió. Caviló y caviló, no podía declararse insolvente porque su prestigio quedaría descalabrado. Pasaba por el soberano más rico desde la fundación del mundo. Además siempre había honrado sus obligaciones.
Su primer ministro había sugerido matar a Sissa: “Muerto el acreedor, muerta la deuda”, sentenció con desprecio. Pero Sheram era un rey justo. Los dioses podrían perdonar la muerte de un enemigo pero jamás la de un amigo. Matar a Sissa, amén de una blasfemia, implicaba eternizar el deshonor. El mejor camino para que su insolvencia se hiciera manifiesta. Eso leí en su mente, solo yo, Caissa, la ignorada.
“No hay solución posible”, le había dicho su primer ministro.
“No hay solución posible” se repetía, insomne, el monarca.

Juro que yo, Caissa, no intervine en nada de esto. Lo juro por el Olimpo mismo. Juro que no utilicé mis poderes sobrehumanos ni influí con mi pensamiento. Por eso admiro y protejo lo relacionado con el shatranj y su sucesor, el ajedrez. La solución fue cosa que salió de la propia cabecita del rey Sheram.
Por la mañana, el soberano se levantó jovial espíritu. Mandó llamar a Sissa tras cierto informe que había pedido sobre obras públicas. El sabio se presentó de inmediato.
—Han calculado, mi estimado Sissa, el total de granos que te debo…
—No es necesario que me lo pagues —se atajó Sissa, con recelo—. Mi aprecio y lealtad por ti, mi señor, no depende de unos granos de más o de menos en mi bolsa.
—Lo sé, lo sé. Pero está mi palabra que no puede cambiar, según es ley para los reyes de mi casta. Así que te pagaré los dieciocho trillones y medio de granos que te adeudo.
—¡Pero eso, mi señor, son siglos y siglos de cosechas mundiales! Milenios quizá...
—Ah, lo sabías, gran tunante —respondió el rey—. Lo habías calculado…
—No pensé que la broma se difundiera, mi señor. Te la expresé en privado.
—Pero se difundió. No pensarás que iba a ponerme a calcular la cantidad de granos yo mismo en persona, ¿no? Ahora media corte lo sabe, y mañana, todo el reino. En un mes, quizá el mundo entero. Bah, no importa, no importa, te lo pagaré, te lo pagaré.
Sissa no pudo menos que asustarse. Era él un hombre acostumbrado a la vida tranquila, a meditar, a estudiar en silencio, a repasar una y otra vez sus adorados libros. Me concentré y leí en la mente de Sissa: “No puede pagarme semejante cantidad de trigo. Nadie en el mundo puede. ¿Pensará dármela en cuotas? Aun así no alcanzaría nunca… aunque Sheram es terco. Es capaz de asignarme media cosecha anual de trigo hasta mi muerte y la de mis herederos. Sería rico, sí, pero…”
Se imaginó de buenas a primeras tironeado de acá para allá, corriendo tras las mil venturas del comercio, recorriendo el mundo entero sin un minuto de reposo. Había pensado que tan colosal cantidad de trigo solo haría reír al rey y ahí quedaría la cosa. Pero intentar cumplir con el pago era una locura para el deudor. Y también para el acreedor, tan costoso como regalarle un elefante blanco.
—No, no, mi señor. No me debes nada. Sería demasiado trabajo para mí. Imagina. Solamente para administrar la venta de tanto trigo, tendría que dar créditos a medio mundo, contratar legiones de contables, miles de navegantes, cohortes de corredores. Soy un sabio, no un mercader. Acortarías mi vida con tanto vano desvelo. Dejaría de tener una vida propia. Y solo dispongo de una sola. No, no, por los dioses, no me hagas eso.
—Nada, nada, estimado Sissa. Di mi palabra. Te lo pagaré. Y con intereses por la demora además. Quizá no sean dieciocho trillones y medio sino el doble o el triple. Quien sabe…
“Ay, dioses, encima eso. Está loco, pero ¿quien le dice a un rey que está loco?”
—No, mi señor, mira, olvidemos la deuda. No existe. Renuncio por completo a ella.
—No puedes renunciar. Ya te dije. Empeñé mi palabra de rey y se acabó toda discusión. Tendrás que firmar el contrato.
—Por favor, mi señor, no, no —Sissa se arrodilló, imploró, lloró, aunque bien sabía que el rey Sheram nunca cambiaba de parecer.
—Te lo pagaré, te-lo-pa-ga-ré. Basta. Eso sí, con una razonable condición: te daré todos esos granos, del primero al último, cuando… termines de construir todos los silos que esa cantidad de trigo exija.
Sissa levantó la vista y vio que el rey Sheram apenas si lograba aguantar la risa. Se había encontrado con la horma de su zapato. Tenía enfrente un rey sabio, digno de un sabio como él.
Lo que siguió solo fue en tono de broma.
—Mi señor, nadie tiene tanto dinero como para construir esos millones y millones de silos.
—Ah, ese será un problema tuyo, mi buen sabio, y de quienes quieran prestarte tamaño dinero para edificarlos —prosiguió el rey con sonrisa ladina—. No pretenderás que te ponga todo ese trigo a la intemperie para que los ratones engorden y las lluvias lo pudran, ¿no?
—No, mi señor. Además solo podría utilizar las tierras de tu reino para construir esos silos. Por patriotismo no podría erigirlos en tierra extranjera. No sea cosa que me los confisquen y después lo usen para alimentar las tropas de tus enemigos.
—Hablas con mucho juicio. No esperaba otra cosa de ti.
—Aunque bien podría esperar a que conquistaras todo el mundo, mi señor. Eso ampliaría el territorio patrio y… —dijo incisivo Sissa.
—Ah, ese ya seria un problema común a los dos. Pero bien sabes que no está en mí conquistar más mundo del que conquisté —respondió jocoso el rey Sheram.
Se echaron a reír a pierna suelta. Entró un escriba y firmaron oficialmente el pergamino que el rey había mandado preparar, contrato que —de más está decir— jamás se cumpliría, pues la Parca sería más rápida que los fértiles trigales necesarios.



LA REVOLUCIÓN DE LOS TREBEJOS

Ocurrió hace siglos, cuando las Reglas del Ajedrez todavía buscaban su destino. O quizá lo habían encontrado pero no nos dábamos cuenta. Porque por entonces, nadie de nosotros imaginó tan seria la cosa. Ni que empezaría en aquella vieja casa y, menos aún, en nuestro juego de madera de mala muerte. Ropa indigna acaso, pues los trebejos somos almas orgullosas, susceptibles, hidalgas, consciente cada cual de su rol y posición sobre el sacro Tablero.
¡Oh, perdón por no haberme presentado! Soy el Alfil Rey Negro de aquel tosco juego de antaño. Un trebejo de casta medio pelo, apenas más burgués que los Caballos. De clase media, como se diría ahora. Hoy, mera pieza de museo, acaso nadie sabría reconocerme, según entenderéis luego, mas puedo probar todo cuanto aquí os diga.
Quienes empezaron la protesta fueron los Peones. Cierta razón les asistía. Las Reglas del Ajedrez seguían porfiando en indefinirles el dilema del inicio: ¿empezarían con dos pasos o apenas con uno solo, en tanto sus pies fueran vírgenes de todo movimiento? En la Francia sabían abrir marciales marchas de una forma, en Albión de la otra. Al fin, se hartaron y se les oyó. Y vaya, si se les oyó.
Quizá los Reyes, amigos entre sí como todos los reyes, hubieran podido dictar fallo a favor de una u otra regla y acabar todo ahí. Pero no, como buenos burócratas miraron correr el tiempo, y el tiempo jamás fue aliado de la lógica. No cumplieron con sus deberes de jefes de estado; sus mentes vagaron entre viejas batallas, añoranzas ganadas o perdidas, y el clamor pronto fue uno.
Tras los encendidos discursos de los Peones, siguieron pataleos y parloteos de todos los demás trebejos. Cada casta trajo a cuento algún reproche o reclamo. Cuando al fin, temerosos de la rebelión general, se dignaron a constituir la Real Comisión de los Dos Monarcas del Juego Ciencia “...para oír y solucionar, si se pudiere por Nos, toda razón o queja de estas súbditas castas de las dos razas, respecto a cómo moverse sobre el Tablero de cuadros...”, la historia quizá habría dado ya su veredicto.
Aclaro. Nada ni nadie nos impide corretear como nos venga en gana. No, nuestro problema es más bien ético. Por convicción ajustamos nuestros caminos a reglas preexistentes. Aunque, bueno, los humanos —salvo ciertos políticos, claro— parecen hacer más o menos lo mismo.
Fue entonces que se presentó ante Sus Majestades la casta de las Torres. Arrogantes, exigían títulos y funciones de Catapultas, con autoridad para saltar por sobre todo trebejo —no importa si amigo o enemigo— y así dilatar sus limitados horizontes. Alegaban suceso similar en ajedreces chinos, ergo ¿por qué no, en el de casa? Adujeron estas acometer un salto durante el enroque, ¿por qué no extenderles tal derecho a toda libre ocasión? Un argumento suficiente para el Rey Negro, que no inmutó en lo más mínimo la rigidez del Rey Blanco. Este les negó licencia semejante por no otorgar derecho similar a las Damas, imitadoras de mis meneos de Alfil a la par que los de las Torres.
Pasamos luego los Alfiles. Venia pedimos para saltar también, pues ya lo hacíamos en el Medioevo, antes del último cambio de Reglas. El Rey Negro, muy comprensivo, nos dio la razón por aquello de los seculares derechos adquiridos. Mas el Rey Blanco, avaro como siempre, nos replicó ladino: “Pero, entonces, perderéis el desplazamiento largo y os moveréis de a uno o de a dos escaques, como recuerdo de esa época que invocáis. ¿Estáis seguros que queréis eso?”
Más tarde, comparecieron los Caballos. Deseaban corretear y brincar, dibujando su arcaico martillo también hacia siniestra. Nadie debía meter basa, mano ni casco en sus gustos, según ellos. Que si aspiraban a izquierdistas, ¿acaso, no podían serlo? Cuando los Reyes, sonrientes y compasivos, les recordaron que todo corcel de ajedrez mueve también hacia ese lado —sea retrasando, sea adelantando—, quedaron perplejos, sin saber qué contestar y, como buenos equinos domesticados, se apartaron de Sus Reales Presencias y escondieron sus cabezotas cual perritos callejeros. Lo que no les impidió seguir discutiendo entre sí sobre si estaban o no en lo cierto, que no por nada les llaman nobles brutos.
Supieron las Damas ser las más irritantes, demandando volar sobre pieza de toda laya, tanto si simularan ser Torre o ser Alfil. Aquí, ambos Reyes votaron tal como juzgaron para esas mismas castas; es decir: uno por la negativa, y otro exactamente al revés. Mostrándose muy coherentes en sus reales posturas aunque desastrosos como Real Comisión.
Pero sus corazones escandalizaron ante el planteo final de las Nobles Señoras; en verdad, más exigencia que petición. Sí, cuando las Damas presentaron el pliego del neo-enroque, donde en un rollo amarillento de la vitrina del museo que hoy me sirve de hogar, todavía se lee: “...reclamo no carente de lógica porque nos asiste igual derecho a enrocar que a Vuestras Majestades, pues que no por nada nos llaman Reinas”. Ambos monarcas, viendo así sus privilegios peligrar, votaron en contra, siendo esta la única vez en todo ese tiempo que los veríamos de acuerdo.
Fue así cómo los Reyes nos ordenaron volver al día siguiente a todos los trebejos altos, lo cual denota que buenas coronas no implican necesariamente buenas testas.
Los Peones, los más vocingleros, presentaron quejas variopintas, portando pancartas con su famoso: “¡comer, avanzar, en vertical y diagonal, ambas cosas por igual!” Se sentían los únicos raros, unos tontos que se deslizaban de una forma mientras capturaban de otra. Que no ocurría esto con pieza alguna, ya fuera de clase media, alta o aristocrática. Exigieron facultad de retroceso, amén de coronarse en Reyes, dar paso al costado, saltar en su puesto y cientos de locuras por el estilo que —sabiendo de antemano que no irían a concedérselas— pensaban usarlas como monedas fungibles para negociar el reclamo principal. El Rey Negro, indeciso al principio, convino al fin en unificarles los movimientos de captura y avance, pero el Rey Blanco, más conservador que un tory inglés, no quiso saber nada de nada y les votó todo en contra. Y, otra vez a foja cero.
Sin embargo, a los Peones no se les pudo decir “vuelvan mañana” porque para ellos (y para todos nosotros también) ya era mañana.
La Tierra no se detuvo, aunque Ptolomeo y el Santo Oficio cerraran sus ojos al obvio giro. Las horas volaron. Pronto el Tablero fue un mar de protestas, gritos, imprecaciones. Los Reyes, confusos, sin saber qué hacer. Por ser pares se vedaban cualquier desempate y, por ser Pares tampoco admitirían jamás a un tercero de inferior rango en la Real Comisión. Impotentes de solucionar nada, la odiosa Revolución los alcanzó cual rayo olímpico.
“Peones al Poder” fue su divisa. No había con qué detener sus cadenas ni falanges. Sumaban dieciséis y, alardeando disciplina como buena infantería, ocuparon con tranquilidad de beatos el Centro del Tablero. Los demás, si bien más grandes y poderosos, manteníamos opiniones divididas, intereses distintos, a veces contrapuestos, y además, por resentidos, ninguno defendería la causa monárquica, si es que había tal cosa.
Destronaron al par de Reyes por perfectos inútiles con destino al ostracismo, es decir fuera del juego, y proclamaron la Junta Popular de los Peones Unidos, que enseguida convertirían en Cámara, obviando lo de Popular para no incitarnos suspicacias reaccionarias a los trebejos altos. Con esto, los Peones se aseguraron mayoría absoluta.
Los Reyes, pasado el susto, tomaron aliviados el atajo de la repisa del comedor y, desde allí, nunca habrían de perder su aristocrática mirada. Sí, porque desde entonces olerían con desdén los asuntos de la plebe. Tampoco publicarían sus prometidas memorias, por no ponerse de acuerdo siquiera en eso, pero seguirían reputándose nuestros legítimos Reyes y hablarían con ironía —a veces con sarcasmo— a las finas copas del aparador sobre los malos frutos de la Revolución en su exclusiva contra, tal como era dable esperar de todo noble exiliado y sin empleo.
Pero un solo combate no gana guerras. Los Peones Unidos nadarían pronto entre crisis y críticas. Creyéndose todopoderosos, se infatuaron como únicos árbitros para todo: sobre cómo dictar leyes austeras, modas revolucionarias, y hasta para intentar la reforma de lo irreformable. Mas la amenaza de éxodo de nosotras, las piezas altas, allanó sus bríos y al fin decidieron escucharnos, deponiendo la fuerza a la sinrazón.
Y así volvimos con interminables peticiones y quejas. Como Alfiles —confieso— desenrollamos larga lista: jugar cada uno en ambos colores del Tablero, fueros eclesiásticos, identidad única, porque ya no admitíamos seguir siendo Obispos entre ingleses, Tontos entre franceses y Elefantes en remotos parajes. Los Caballos rebuznaban desbocados. Nadie sabía por qué, ni siquiera ellos, pero igual lo hacían. Las Damas, en ausencia de los Reyes, creyéronse con derecho a todos los privilegios abdicados por la monarquía masculina, a la par que lucir mejores galas. Y si bien ningún caso les haríamos, porque además se rehusaban a sufrir jaque mate, fundaron la sociedad “2 Ínclitas Damas Indeclinablemente Ofendidas Tras Actos Subversivos”, aunque cuando vieron cómo se leía su sigla, olvidaron rápido tal logia. Las Torres ahora exigían catapultarse fuera del Tablero, con opción a volver según su rocoso capricho o conveniencia. Así, cada casta declamaba sin reparar en la vecina, tenue brisa silenciosa a oídos propios, sin acertar ver nada más que su propio ombligo por tanta lágrima y enojo.
Ante la inoperancia de los Peones, las piezas altas fundamos la Cámara Restauradora de Reinas, Alfiles, Torres y Caballos. Nombre acortado luego, como siempre ocurre, al más simple de Restauradora. Las aristocráticas Torres amagaron reivindicar prioridad sobre nosotros, los Alfiles, queriéndonos permutar el orden del título, mas pronto desistieron porque el tiempo no sobraba y el tema era de poca monta. Las Damas fantasearon llamarla pomposamente Cámara de los Lores, pero los demás trebejos temíamos la acusación de plagio (o peor aún: imitar a la tocaya) y, sobre todo, el resentimiento de los Peones o su radicalización definitiva.
Las discusiones en ambas Cámaras duraban meses. Terminaba una de presentar un proyecto que la otra ya lo vetaba. Las demandas de casta dieron paso a banderas de todo tipo. Como aquel motín de los Caballos, exigiendo Yeguas de ajedrez para reproducirse. Pensaban así ser pronto mayoría. Cuando, a tenor de nuestras burlas, se percataron de lo irreal de tales hembras, volvieron cabizbajos, consternados, a sus escaques-establos. Faltos de práctica para gobernarnos, quedamos todos tan empantanados que hasta cavilamos en levantarles el destierro a los Reyes de la repisa, restaurarlos en sus tronos y olvidarnos de reformar algo. Entretanto, nadie jugaba al ajedrez, ni a nada, en aquella nuestra casa.
Como las dos Cámaras resultaron unas incapaces, disolverlas fue su premio: Asamblea General. Mas, treinta trebejos hablando y discutiendo emulaban un aquelarre. Y otra vez el pantano. La solución nació de quien nadie hubiese osado imaginar. El tímido Caballo Dama Blanco sugirió una Comisión con un solo integrante por casta y color. A menor número, más rapidez —concluyó— y el lema quedó acuñado.
Los Peones, furiosos y temiendo quedar en minoría, amenazaron ahora salirse ellos del Tablero. Al fin todos, partiendo diferencias, acordamos reconocerles un número de escaños igual a todo el resto. Pero, si bien esto implicaba un avance, las dieciséis bancas seguían amenazando multitud. Se aceptó entonces reducirlas por mitades: un solo diputado por casta y a color alternado para las piezas altas, cuatro bancas para los peones. La casta aquí derrotó al racismo.
Pese al odio ancestral entre azar y ajedrez, se sortearon Damas y salió diputada la Dama Blanca. Por ende, se echaron suertes entre los Alfiles Negros y la banca recayó en mí. Los restantes diputados fueron la Torre Dama Blanca y el Caballo Rey Negro. Los Peones, fieles a sus principios revolucionarios y democráticos, no sortearon sus diputados. Sufragaron todos contra todos, cruzándose votos como rayos de bicicleta hasta elegir dos negros y dos blancos.
Pero luego de eso, vimos que seguíamos siendo pares. En caso de empate, otra vez a hundirnos en la ciénaga. Como el Caballo Blanco, autor de la genial idea, quedó afuera por azar, la Dama Blanca propuso invitarlo en calidad de miembro ilustre para el caso de un eventual desempate; sin importarle el abucheo desaforado de “¡Vieja racista oligarca!” y “¡Que la destierren!”, de parte de todos los trebejos negros. Los Peones refunfuñaron, pues nosotros —los aristócratas, según ellos— metíamos uno más por la ventana, y la Dama Negra no le dirigió más la palabra a su colega. Y hasta pensó exiliarse en la repisa, junto al Rey Blanco (de quien estuvo siempre secretamente enamorada), aunque nunca se atrevió por parecerle impropio de una reina.
Como se acercaba el Primer Aniversario de la Revolución, todos aceptamos al nuevo miembro, por ver si ese día estrenábamos las Nuevas Reglas de una vez por todas. Así fue como nació la Comisión de los Nueve, elevada pronto a Legislatura solo por darle más prestigio, pues dieta no cobrábamos ninguno.
Los nueve diputados, cubiertos de pliegos y más pliegos con las peticiones de cada casta, al fin trazamos círculo en el centro del Tablero. Las discusiones se volvieron interminables. Después de agotadoras sesiones de veinticuatro horas, durante meses y meses (pues ningún trebejo duerme, cena o almuerza), se votó el Tratamiento en General de la Movilidad de Todo Trebejo, antes que el particular de cada casta. Así se esperaba priorizar el interés de todos sobre los intereses de linaje.
Se planteó entonces el eterno asunto de si podría saltarse o no. En caso afirmativo, saltaríamos todos; de lo contrario, nadie. Como para los dos diputados Caballos siempre había sido ley natural, ni lo pensaron y votaron por la afirmativa. La Torre, la Dama y yo, desde antaño anhelantes por tener a otros abajo aunque fuese por un instante, hicimos causa común. Con cinco votos imponíamos mayoría, así se opusieran los impredecibles Peones. Mas estos bribonzuelos pensaron que, aunque nunca habían saltado sobre otros… ¿qué de malo tendría un beneficio extra? Sí —nos dijeron—, pero solo en la captura. Con esta exigencia agregada, conseguían avanzar, de paso, un paso más en el Tablero. Unanimidad: todo trebejo saltaría al capturar y caería detrás de la pieza capturada.
El otro punto se refirió a las dimensiones del Tablero. Astutamente recordé que, en el folleto Nuestros Principios, los ex Peones Unidos habían prometido ampliarlo. Sería de diez escaques por lado, en lugar de ocho. Era cierto que lo habían anunciado por pura demagogia, para que las piezas altas apoyáramos su incierta Revolución, pero ahora tendrían que cumplir. Porque, a decir verdad, a Peón alguno le hacía gracia una nueva columna o fila de casillas, por donde cualquier trebejo alto (o no tanto) se filtraría y los podría barrer de costado al tener más campo que antes. En los inicios de la Revolución, los Peones confiaban en tomar el poder absoluto y en que los demás trebejos pronto olvidaríamos sus promesas, pero ahora la cosa había cambiado.
Los cuatro diputados Peones se consultaron por lo bajo y nos replantearon la imposibilidad de hacer eso si no mediaba alguna compensación. No querían quedar en clara desventaja. La discusión se acaloró y amenazó hacer todo cenizas, de no ser por el Caballo Dama Blanco que volvió a salvar el asunto. Dio a los Peones la razón: debía llegarse a un acuerdo más justo. Me duele confesar que estuve por gritarle ¡Traidor!, y hasta lo hubiese insultado de no mediar la santidad de mi cuna. Por lo que al fin solo atiné a vociferarle: ¡Péndulo!
Ya calmados, pedimos a los Peones un proyecto global que, descontándolo razonable (ah, dulce inocencia la nuestra), todos aprobaríamos.
Cuarto intermedio. A escaques cerrados los Peones se reunieron en asamblea, reflotando en secreto —después nos enteraríamos— las viejas ideas de los ex Peones Unidos. Todos ellos se habían juramentado igualdad para todos los trebejos, disolver las odiosas castas, avanzar y capturar todos en diagonal (el lance más agresivo que conocían) a fin de limitar nuestras movidas largas y retrocesos. Se coronaría Dama, sí, pero con simple oficio de Alfil Catapulta. Además, la captura sería obligatoria pues, como Peones, no aguantaban más nuestro acecho a distancia, indefensos a la posible expulsión del Tablero cuando nos diera la gana a las piezas altas.
Dicen, que en esa asamblea secreta, un Peón Negro insinuó a sus colegas alternar colores para abrir el juego, pero los Peones Blancos dijeron que en la Legislatura las piezas claras ganaban por cinco votos a cuatro, así que las blancas seguirían abriendo el juego ¡y sanseacabó! Aquí el racismo olvidó casta, revolución y democracia.
Los Peones volvieron a nosotros. Nos consternamos ante su proyecto, mezquino. Pero como habíamos dado la palabra, lo aprobamos a tablero cerrado. Cuando nos percatamos de la dificultad de jugar en escaques negros y blancos a la vez pues, dadas las cláusulas legitimadas de andar siempre en diagonal, los viajeros por negras nunca enfrentaríamos a los trotamundos por blancas so pena de llegar a ser dos juegos distintos (algo así como dos universos paralelos), resolvimos jugar únicamente por casillas negras. Así fue como debimos todos despojarnos de prerrogativas y figuras. Y ya nadie se acordó del enroque ni de las bondades de las viejas reglas.
Tarde descubrimos los despropósitos del Nuevo Juego. Muy democrático, sí, pero también poco variado, anodino, de una monotonía insufrible. El Tablero se ufanaba de sus mayores campos, pero la mayor dimensión era apenas oropel. Ahora serían cien escaques contra los sesenta y cuatro de antes, mas como solo usaríamos cincuenta, en realidad todo el mundo perdía catorce. La captura, antes opcional, resultaba ahora forzosa, ¿y el derecho al libre albedrío, entonces? Al no existir Reyes, el jaque mate pasaba a ser historia. Esto nos obligaba a buscar nuevas formas de definir el juego, que no podrían ser otras que el aniquilamiento completo del enemigo o las molestas, y frecuentes, tablas.
Nuestros uniformes fueron cambiados. Perdimos todos nuestros hermosos ropajes bajo el serrucho del galponcito del fondo. Nadie sabe cómo pudo ocurrir, pero ocurrió. Tal vez la diosa Caissa abusó de sus artes mágicas para mostrar su enojo. Al terminar, remedábamos monedas aplastadas, sin valor de cuño legal, desgastadas, insulsas, solo diferentes en el color según el bando. Como Alfiles lamentamos nuestras tiaras, las elegantes Damas lloraron sus perdidas diademas, los Caballos sus cabezas, aun cuando de poco les sirviesen. Las Torres, sus saeteras, ¿o acaso, habrían sido troneras?
Al conocerse el triunfo de la Revolución en nuestra casa, muchos trebejos de casas vecinas ampliaron sus Tableros, jubilaron a sus Reyes, copiaron nuestras Reglas. El movimiento revolucionario pronto fue alud, avalancha, un monstruo sin cadenas ni cabeza que se adueñaba de aldeas y países y continentes. Y así, el Nuevo Juego se popularizó y transformó en lo que se conocería después entre los humanos como el Juego de Damas. Mucho más insulso, más plebeyo, sin leyendas ni libros de táctica que demarquen escuelas, indigno de cantar lances y recordar héroes. Un juego bastardo, nacido en pro de una supuesta igualdad universal de los trebejos de ajedrez que, a fin de cuentas, resultó fatal para blasones, intelecto y honra de todos nosotros.



PEQUEÑO DICCIONARIO AJEDRECÍSTICO

Alfiler: En jerga a veces se llama así al alfil, sobre todo cuando se torna punzante contra el enroque rival.
Caer la aguja: En jerga, perder por tiempo, llegar un jugador al límite del tiempo de reflexión permitido. En el reloj de ajedrez analógico, la aguja del minutero levanta la flecha o bandera en los últimos cinco. Al agotarse el tiempo límite, la flecha “cae” quedando a la izquierda de dicha aguja.
Chaturanga: Palabra que designa en sánscrito al antecesor del ajedrez. El chaturanga fue creado en el noroeste de la India durante el siglo VI de la era cristiana.
Coronar (promocionar): Entrada de un peón a octava fila. Se lo debe cambiar por cualquier pieza mayor (salvo rey) en la misma jugada. Por lo general se elige cambiarlo por dama por ser la pieza de mayor potencia.
Elo: Sistema de ranking creado por el profesor Arpad Elo, basado esencialmente en la curva de Gauss.
Enroque: Movimiento especial en el que se mueve dos piezas en la misma jugada. Consiste en llevar al rey dos cuadros hacia derecha o izquierda y luego saltar la torre de ese flanco sobre el rey para colocarla en el escaque que cruzara esta última pieza.
FIDE: Sigla en francés de la Federación Internacional de Ajedrez (Fédération Internationale des Échecs).
Fixture: Programa de partidas para un determinado torneo o campeonato.
ICCF: Sigla en inglés de la Federación Internacional de Ajedrez por Correspondencia (International Correspondence Chess Association).
Jaque: Amenaza directa al rey.
Jaque mate (mate): Amenaza al rey de la cual no puede evadirse.
LADAC: Liga Argentina de Ajedrez por Correspondencia.
Peón pasado: Peón que no tiene ningún peón enemigo en su columna ni en las contiguas en su camino de avance.
Peones en cadena (cadena de peones): Grupo de peones contiguos puestos en línea diagonal.
Peones en falange (falange de peones): Grupo de peones contiguos puestos en una misma fila o línea horizontal.
Ping pong o blitz: Partida rápida, jugada por lo general a cinco minutos para cada jugador.
Pintar: Ganar una partida, sobre todo de manera contundente.
Regla del cuadrado: Regla técnica de los finales de peones que permite visualizar rápido si un peón pasado puede coronar o no sin ayuda de su rey. Para esto se traza un cuadrado imaginario entre la línea de coronación y la casilla del peón pasado, y otra línea igual entre esta y el rey contrario, que constituyen dos lados perpendiculares de ese cuadrado. Si el rey enemigo logra entrar a ese cuadrado, entonces impedirá la coronación; si está afuera de ese cuadrado, no podrá impedir que corone.
Reloj de ajedrez analógico: Reloj de doble esfera dotado de dos perillas de corte. Cuando se oprime una de las perillas, deja de andar el mecanismo de esa esfera y pone en funcionamiento la del otro. En ningún momento funcionan simultáneamente los mecanismos de ambas esferas. También se puede neutralizar todo el reloj ante un problema de fuerza mayor. Está provisto de una flecha o bandera (generalmente roja o amarilla) que la aguja del minutero comienza a levantar en los últimos cinco minutos del tiempo límite previsto.
Tablas (hacer tablas): Empate (empatar). Por lo general, ambos jugadores lo acuerdan cuando la posición llega a un punto en que no se han sacado ventajas. Incluye la posición de ahogado, es decir cuando un jugador —sin que su rey esté jaqueado— carece de jugadas reglamentarias para efectuar. Un jugador puede pedir tablas cuando se repitió tres veces la misma posición en el tablero. También cuando han pasado 50 jugadas sin capturar una pieza ni mover un peón.
Zugzwang: Palabra alemana que se traduce como obligación de jugar. Posición mala para el jugador que tiene la mano y para quien cualquier movimiento permitido supone empeorar su posición y eventualmente perder la partida.